lunes, 29 de octubre de 2012

Hastiales de Orduña

13 ARTISTAS VASCOS PLASMAN LA HISTORIA DE 

ORDUÑA EN SUS SOPORTALES A TODO COLOR

Texto extraído de El Correo Digital

La Navidad dejará en Orduña un regalo para la posteridad. Algo que hubiese sido imposible sin la colaboración desinteresada de trece reconocidos artistas vascos. En espacio cedido por la Compañía de María ya están pintando los catorce murales -algunos ya están terminados-que componen el proyecto que llenará de color los soportales medievales de la Foru Plaza para darles un nuevo aire.
«Y su ayuda -gratuita- es una gran suerte para la ciudad», destaca el pintor local José Luis Abajo, 'Porrilló', impulsor del proyecto de regeneración de los característicos soportales medievales de la ciudad. Es el caso de Richard, quien se está enfrentando a 32 metros cuadrados de superficie que decorará. Profesor de artes plásticas, el bilbaíno celebra que «la que realizamos es una obra perpetua y la compensación es que quedará fija en los hastiales».
Mano de obra valiosa
«Orduña es la primera ciudad de Bizkaia, la primera plaza de mercados de ganado, era paso fronterizo…», recuerda antes de aclarar que «nuestra aportación puede quedar integrada en su historia».
La obra repasará en tres dimensiones la historia de los tres incendios que asolaron el municipio a modo de libro. Jugando con los relieves y con la luz que se instalará, este pintor razona que aunque «es un trabajo de mucha labor», merecerá la pena porque «puede ser mi última obra de estos tamaños. Es un reto y espero verlo en el techo y saber lo que opina la gente», explicó.
Para 'Porrilló', el encargado de 'vender' la idea a sus colegas de profesión, que la recibieron de buen grado, «es algo novedoso y con gran calidad. Son verdaderos profesionales y será algo impactante», asegura. Impulsado por el anterior Gobierno local, a su juicio fue «un gran acierto que los actuales mandatarios retomaran el proyecto» de revitalización de los míticos soportales de la Foru Plaza. Asimismo, desvela que pese a ser 13«aventureros» por lanzarse a ello, «cuando vimos todos los paneles limpios nos asustamos». «El temor inicial se evapora -prosigue- y te das cuenta de que Orduña es un marco divino porque la plaza es grande y se podrá contemplar la obra sin aglomeraciones».
Según considera, los artistas «tienen un corazón amplísimo por hacer este trabajo sin cobrar su mano de obra. No suele ocurrir esto casi nunca». Y aunque aún no ha visto los murales de todos sus compañeros confía en su experiencia y reconoce que «el ser humano busca alternativas para demostrarse a sí mismo que puede hacer cosas maravillosas», algo que está muy relacionado con la historia de la ciudad.


sábado, 20 de octubre de 2012

El peluquero


EL PELUQUERO DEL BARRIO

Ayer me acordé del peluquero de mi barrio. Falleció hace unos dos años con poco más de cuarenta de edad. No sé la razón de este recuerdo repentino. Quizás es el cementerio en que se han ido convirtiendo las calles colindantes, con los escaparates escondidos por anuncios de se alquila, se vende,  se liquida o se busca trabajo, esos anuncios fotocopiados que ofertan labores de limpieza y cuidado de niños o ancianos, y tienen una ristra de teléfonos en su parte inferior. Lo digo porque ni yo era un buen cliente - me corto el pelo unas dos veces al año - ni la peluquería estaba en un lugar de paso, ni  siquiera habíamos intimado más de lo estrictamente necesario.  Apenas hablábamos de la familia, del trabajo y el tiempo, pero éramos cómplices de nuestra calvicie prematura y, como buen profesional, él conocía los secretos de mi cráneo, mi insuficiencia barbilampiña o ese lugar que, tras la oreja, suele alojar un eczema irritante. Aquel hombre pequeño y regordete había visto a los hombres del barrio desde una posición inusual y podría reconocernos desde una altura media sin demasiado esfuerzo, pero se trataba de un hombre discreto, alguien que observa el secreto profesional como si fuera un cirujano, y calla las historias que unos cuentan de otros, como si estuviera limitado por otro secreto, el de confesión.
Fotograma de "El hombre que nunca estuvo allí"
Le conocí cuando aún era ayudante del barbero anterior, así que cuando éste se jubiló le dio un relevo natural.  Allí siguieron  las dos viejas sillas giratorias y el utillaje en la repisa, bajo el espejo; las tijeras, las navajas,  la maquinilla, los frascos de lociones. Mantuvo esa parte esencial del negocio y le dio el toque personal, algo kitsch, de un hombre que añora su pueblo, una chimenea de imitación y algunos útiles de labranza. También recuerdo el primor con el que decoraba el local en navidad, el rigor para buscar un hueco en la agenda del día en épocas boyantes y el precio invariable del corte. Creo que en los años que regentó el negocio el encarecimiento del servicio no llegó al euro.
Así que cuando tras una breve recuperación que creí decisiva supe que el peluquero había muerto, me entró una gran tristeza. Un hombre no debe morir a esa edad y menos si se trata, como él, de un hombre bueno.
Recordé que mis padres, al volver de visita al barrio de Barcelona en el que habían residido los mejores cuarenta años de sus vidas, además de a los familiares, amigos o colegas fueron a ver a Teresina, la dueña de la pollería de la calle Nápoles, y se acercaron a la tocinería Lleó y a la bodega de la calle Córcega. Es posible que se dejaran la droguería de la esquina,  porque ellos no eran niños cuando su dueño daba a sus hijos una bolita de anís, pero estoy seguro de que también formaba parte de lo mejor de su memoria, como lo es ahora para mí el local abandonado de la calle Pintor Losada, que fue durante tantos años la peluquería del barrio.
Quiero decir con ello que esos lugares y personajes aparentemente secundarios son igual de  necesarios para entender lo que somos. Cohesionan nuestro pasado con el mundo que nos rodea, y su desaparición, en pro de centros comerciales alejados, impersonales, multitudinarios, convertiría los barrios populares en calles desoladas sin la argamasa humana que les da consistencia.