AITOR NO PARA DE LLORAR
Ese día Aitor se pasea por el parque
de los patos entre una veintena de compañeros de estudios que gritan a voz en
grito jo ta ke irabazi arte (lucha hasta la victoria), el slogan que la
periodista Carmen Gurruchaga asociará unívocamente a ETA en un programa de
televisión solo unas horas después de la final de la copa del rey. Es cierto
que el grito ha sido emblemático entre los jóvenes de la kale borroka, pero en
el entorno del final de una copa de fútbol es una generalización interesada y
mear fuera del tiesto. Y es que los días previos a la final el ambiente ha sido
calentado por los gacetilleros del “TDT party”, cuyas hercios dominan las ondas
de la capital del reino, y por la mismísima Esperancita Aguirre, la presidenta
de la comunidad, que ha amenazado con desalojar el campo, 50.000 espectadores,
si se produce, como así será, una pitada contra la corona y el himno nacional
de España, la charanga sin letra que preludia el encuentro.
Aitor y sus compañeros de clase
vuelven del Museo Marítimo, adonde han ido de visita lectiva levantando los
brazos hacia el cielo. En ese momento, con apenas diez años, se sienten como
sus hermanos mayores, como los miles de jóvenes o adultos que han tutelado al
equipo hasta la final que les espera esa noche en el estadio Calderón. Lleva la
camiseta que su padre le compró unos dos meses antes, cuando el Athletic acabó
con el United e inició la cadena de combates ganados que lo plantó en Bucarest
a pelear por la Europe Ligue. Allí tuvo Aitor su primera decepción. Falcao, un
colombiano con apellido brasileño, hipnotizó a los leones, el apelativo con el
que se conoce a los jugadores del Athletic, y les dio la noche con un par de
goles y una batería de jugadas de la mejor escuela. Esa noche Aitor no paró de
llorar.
Hoy tampoco va a ser fácil. El
equipo enemigo, el Barça, ha acabado la liga por detrás de su eterno rival, el
Real Madrid, y ha sido eliminado de la Champions por el Chelsea en un par de
encuentros más bien flojos. Para aumentar el factor riesgo, Pep Guardiola, el
entrenador-talismán que les ha dirigido en sus últimos trece títulos, anuncia
una retirada temporal y traspasa el palitroque del relevo a Tito Vilanova, el
mismo al que Mourinho metió un dedo en el ojo en uno de los enésimos partidos
del siglo, como avisándole de la pesadilla que le espera el año próximo. Así
que el equipo blaugrana está empeñado más que nunca en ofrecer una victoria de
despedida a su entrenador.
El ambiente que reina en Bilbao es
indescriptible. Hay que vivirlo. Durante los últimos meses han corrido por
youtube, las redes sociales y los correos electrónicos todo tipo de imágenes y
bromas relacionadas con el evento. Miles de ciudadanos y ciudadanas, sigan o no
el mundillo del fútbol, se han calzado la camiseta del club o algunos de los
múltiples abalorios y complementos rojiblancos que han proliferado durante
estas semanas: banderas, banderines, gafas, pines, pañuelos, bufandas, bragas,
calzoncillos…
Las banderolas han venido en tráiler
desde Levante y Portugal para cubrir los balcones de los ciudadanos y las
fachadas de los edificios emblemáticos de Bilbao. Se dice que los comercios
chinos, siempre oportunistas, han pactado con el club para vender directamente
los complementos oficiales y adelantado su agosto. No hay fábrica, tienda,
calle u oficina sin su banderola rojiblanca.
Varios componentes alientan una
oleada de forofismo como ésta. En primer lugar el equipo es típicamente copero.
Hasta que a mediados de los ochenta se cerró la racha y fue sobrepasado por el
Barça, el Athletic era el que equipo que más veces había ganado la copa del
rey, antes del generalísimo. En muchas casas había una hucha y un hueco
temporal para coger el tren e “ir a la final”. Si no volvía de vacío, el convoy
paraba en las estaciones cercanas a Bilbao y era recibido por miles de
aficionados. En 1983 la celebración se trasladó a la ría. Una gabarra cambió la
escoria de hierro por la plantilla que ganó la liga de ese año y el doblete en
el 84 y llenó las entonces destartaladas márgenes del Nervión de aficionados.
Sacar la gabarra es el objetivo, la culminación de un año de ilusiones, y Aitor
viene dando el coñazo a sus padres para asistir en primera fila al acontecimiento.
El segundo elemento es compartido
por otros clubs, pero en éste llega al arrebato. Hay equipos de fútbol, como el
Atlético de Madrid, que encarnan el malditismo. Un cantante canalla les ha
hecho el himno y se califican a sí mismos de equipo “pupas”. El Barça es “més
que un club” y el Madrid, en este caso el Real, encarna la España oficial, la
que lleva del Generalísimo a Rajoy pasando por José María Aznar, el héroe de
Perejil. El Athletic es otra cosa. Es una religión que impone ritos e imparte
doctrina desde su propia catedral, la dedicada a un santo capadocio, San Mamés.
Su espectacular temporada ha acabado con la polémica creada entre quienes
defendían la continuidad de Caparrós y los que habían apostado por el fútbol
jugón del argentino Bielsa y unido a una afición acostumbrada a un cierto
cainismo. Sus veteranos seguidores vivieron en los años ochenta la guerra
abierta entre Clemente y Sarabia, el uno
entrenador locuaz y el otro fino estilista, casi en paralelo a la que dividió
al país y al que muchos llamaban “el partido” por la Ley de Territorios
Históricos, o lo que es lo mismo, por el enfrentamiento protagonizado por sus
dos líderes carismáticos, Garaikoetxea y Arzallus.
El último elemento, el que podremos
definir como hecho diferencial, es la cercanía. Los jugadores o son del país o
se han hecho en él. Viven en una ciudad asequible, en la que paseando te puedes
encontrar con uno de ellos, como puedes hacerlo con una amiga, un familiar o un
compañero de trabajo. Ese futbolista que el domingo electriza a las gradas
puede ser el hijo del frutero de la esquina o aquel chaval que jugaba con tu
hijo en la plaza del barrio, de modo que para Aitor no es difícil verse como
ellos, porque los ha visto paseando por la ría o tomando algo en los bares del
casco viejo.
Hace pocas semanas que ha estallado la crisis de Bankia. De la noche
a la mañana bilbaínos, vascos y españoles de distinto grado identitario
descubren que la banca más solvente del mundo mundial tiene los pies de barro,
y que su máximo gestor, Rodrigo Rato, ex ministro de Aznar y ex director del FMI, ha estado
vendiendo humo. La noticia me hace recordar el panegírico que Carmen
Gurruchaga, la escandalizada periodista de las primeras líneas, le ha dedicado
hace solo unas semanas con el título poco oportuno de “Rodrigo Rato, el gran
artífice”. Pero Aitor vive ajeno al hervidero económico y a la catástrofe que
se nos echa encima. No sabe quién es la Gurruchaga ni falta que le hace. En ese
momento solo sueña con Muniain cruzando el campo mientras sortea una, dos tres
entradas, penetra en el área pequeña y esquiva la salida del portero rival
cruzando la pelota al palo contrario.
Sus padres se han juntado con varias
parejas e hijos a ver el partido en la pantalla gigante que han instalado en
una zona peatonal del barrio. Alguno de ellos ha perdido el trabajo en los
últimos meses o está en un ERE, y el que es autónomo renquea para seguir
pagando la cuota mínima, pero intentan que sus hijos no sean conscientes de sus
apuros, y cuando salen a tomar potes por el barrio hacen de tripas corazón y
mantienen el tipo. Esta es una oportunidad de sacudirse la depresión que va
calando en la sociedad. El Athletic es capaz de plantar cara al que ha sido
mejor equipo del mundo en las últimas temporadas, y aunque la euforia que
acompañó a la final de la Europe Ligue ha bajado unos enteros, la gente empieza
a tomar vinos y cervezas desde horas antes del partido. Según las distintas
televisiones 50.000 aficionados atléticos han llegado a Madrid en diversos
medios de transportes, algo insólito, ya que se calcula que, como mucho, serán
30.000 lo que consigan entrar en el estadio. Durante la mañana han llegado
noticias de gigantescas retenciones en los alrededores de la capital, algunas,
se dice, porque la guardia civil de tráfico se está dedicando a parar y multar
a quienes llevan banderas ondeando fuera del coche.
Por eso, cada vez que la pantalla
gigante del barrio enfoca a la afición que puebla el recinto festivo preparado
en un parque de los alrededores del Calderón, los vecinos de toda edad, sexo y
condición, entre ellos Aitor y sus colegas, saltan y gritan enardecidos, como
si no les separaran cientos de kilómetros, como si estuvieran allí, dispuestos
ya a caminar en una lenta y vibrante procesión hacia las gradas del estadio.
Aitor siente envidia. Quiere ser mayor cuanto antes, y si no consigue jugar en
el equipo de su corazón, poder vivir momentos parecidos a los de los miles de
jóvenes que saludan a la cámara mostrando el color rojiblanco de sus bufandas.
Cuando el árbitro hace sonar un
silbato no comparable a la pitada general que ha acompañado a la aparición del
príncipe Felipe y las notas del himno de España es el acabóse. Las gradas del
Calderón, San Mamés, los barrios de Bilbao son un grito único, una locura
colectiva que arrumba los disgustos, las decepciones, la apatía que mañana
continuará poblando las calles y los transportes públicos.
Lo que sigue no tiene mucha
importancia. En apenas veinticinco minutos Pedro y Messi pulverizan las
ilusiones de los aficionados atléticos, conscientes tempranos de que el
espejismo ha terminado. Durante el resto del encuentro los jugadores correrán
impotentes apoyados por una multitud que no pierde el orgullo que les ha traído
hasta aquí. Solo muy hacia el final la televisión enfoca a algunas aficionadas
que empiezan a llorar. Como si esas imágenes abrieran la veda, Aitor, que
durante todo el partido ha achacado la derrota al penalti que el árbitro no ha
pitado por un escandaloso agarrón a Llorente dentro del área, empieza a hacerlo
a moco tendido. Es muy tarde. Está agotado. Tiene sueño. Su padre le lleva
cogido del hombro hacia su casa, consolándole, pero no para de llorar…
Las noticias de la mañana no
mejoran. A la derrota del Athletic, narrada ya como algo casi lógico jugando
contra quien jugaba, se une la confirmación de la bancarrota de Bankia y el
augurio de una hecatombe financiera, quién sabe si en pocas fechas de un
corralito parecido al que asoló Argentina hace una década…