sábado, 20 de octubre de 2012

El peluquero


EL PELUQUERO DEL BARRIO

Ayer me acordé del peluquero de mi barrio. Falleció hace unos dos años con poco más de cuarenta de edad. No sé la razón de este recuerdo repentino. Quizás es el cementerio en que se han ido convirtiendo las calles colindantes, con los escaparates escondidos por anuncios de se alquila, se vende,  se liquida o se busca trabajo, esos anuncios fotocopiados que ofertan labores de limpieza y cuidado de niños o ancianos, y tienen una ristra de teléfonos en su parte inferior. Lo digo porque ni yo era un buen cliente - me corto el pelo unas dos veces al año - ni la peluquería estaba en un lugar de paso, ni  siquiera habíamos intimado más de lo estrictamente necesario.  Apenas hablábamos de la familia, del trabajo y el tiempo, pero éramos cómplices de nuestra calvicie prematura y, como buen profesional, él conocía los secretos de mi cráneo, mi insuficiencia barbilampiña o ese lugar que, tras la oreja, suele alojar un eczema irritante. Aquel hombre pequeño y regordete había visto a los hombres del barrio desde una posición inusual y podría reconocernos desde una altura media sin demasiado esfuerzo, pero se trataba de un hombre discreto, alguien que observa el secreto profesional como si fuera un cirujano, y calla las historias que unos cuentan de otros, como si estuviera limitado por otro secreto, el de confesión.
Fotograma de "El hombre que nunca estuvo allí"
Le conocí cuando aún era ayudante del barbero anterior, así que cuando éste se jubiló le dio un relevo natural.  Allí siguieron  las dos viejas sillas giratorias y el utillaje en la repisa, bajo el espejo; las tijeras, las navajas,  la maquinilla, los frascos de lociones. Mantuvo esa parte esencial del negocio y le dio el toque personal, algo kitsch, de un hombre que añora su pueblo, una chimenea de imitación y algunos útiles de labranza. También recuerdo el primor con el que decoraba el local en navidad, el rigor para buscar un hueco en la agenda del día en épocas boyantes y el precio invariable del corte. Creo que en los años que regentó el negocio el encarecimiento del servicio no llegó al euro.
Así que cuando tras una breve recuperación que creí decisiva supe que el peluquero había muerto, me entró una gran tristeza. Un hombre no debe morir a esa edad y menos si se trata, como él, de un hombre bueno.
Recordé que mis padres, al volver de visita al barrio de Barcelona en el que habían residido los mejores cuarenta años de sus vidas, además de a los familiares, amigos o colegas fueron a ver a Teresina, la dueña de la pollería de la calle Nápoles, y se acercaron a la tocinería Lleó y a la bodega de la calle Córcega. Es posible que se dejaran la droguería de la esquina,  porque ellos no eran niños cuando su dueño daba a sus hijos una bolita de anís, pero estoy seguro de que también formaba parte de lo mejor de su memoria, como lo es ahora para mí el local abandonado de la calle Pintor Losada, que fue durante tantos años la peluquería del barrio.
Quiero decir con ello que esos lugares y personajes aparentemente secundarios son igual de  necesarios para entender lo que somos. Cohesionan nuestro pasado con el mundo que nos rodea, y su desaparición, en pro de centros comerciales alejados, impersonales, multitudinarios, convertiría los barrios populares en calles desoladas sin la argamasa humana que les da consistencia.