ABUSOS
Durante varios meses de un curso de principios de los años sesenta del
pasado siglo, el hermano L.A., uno de los frailes más jóvenes de la
congregación, se metía con C.M. y M.T., dos alumnos especialmente brillantes,
en un aula del colegio de los Maristas de Barcelona durante la hora posterior a
la comida. El hermano L.A. cerraba el aula a cal y canto y allí pasaba un
tiempo secreto con dos alumnos que tenían entonces once o doce años de edad.
Entre los compañeros, principalmente entre los más mayores, se corrió
pronto que se “metían mano”. Era sabido que el hermano L.A. era un sobón. Quien
más quien menos había sufrido sus toqueteos el día de su cumpleaños, fecha que
aprovechaba para hacerlos pasar como muestras de cariño.
Pese a una inocencia mayoritaria que ignoraba casi todo sobre sexo, abusos,
pederastia, entre los alumnos de curso se pensaba que M.T. sentía alguna
inclinación “malsana” por C.M., y que ambos mantenían una relación “extraña”
que el hermano L.A. convertía en un triángulo aparentemente “perverso”.
Con el rumor bastante extendido, el hermano L.A. convocó a una decena de
alumnos en la misma aula que les servía de lugar de encuentro furtivo. Cerró la
puerta con el pasador y tras una introducción sobre el pecado de la
maledicencia empezó un incisivo interrogatorio.
Creo recordar que yo fui el primer interpelado. El hermano L.A. quería
saber el contenido y la extensión de los rumores que habíamos propagado, pero
no lo consiguió. En aquel tiempo era difícil que su presión pudiera vencer al
miedo a aparecer como chivatos ante los ojos de nuestros compañeros. De modo
que uno tras otro lo negamos todo. Al acabar el interrogatorio sin ningún
resultado, el hermano L.A., con una voz especialmente severa, nos amenazó con
tener que tomar medidas, que incluían la expulsión del colegio, si no dejábamos
de hablar de su relación con C.M. y M.T.
Nunca volví a tratar el tema con los compañeros con los que compartí el episodio.
Ni siquiera cuando el fraile desapareció al año siguiente. Creo que, o bien fue
trasladado porque el asunto llegó a trascender entre sus superiores, o él mismo
pensó que lo mejor era poner tierra de por medio antes de que las cosas se
complicaran. El caso es que nunca más volvimos a saber de él.
Hace más o menos un año El País Semanal publicó un artículo sobre
directivos de las grandes empresas del Estado. Entre esos grandes ejecutivos
figuraba M.T., uno de los dos alumnos que habían protagonizado aquel lejano y
lúgubre incidente, lo que lo reavivó en mi memoria. Durante algunos días pensé
en la posibilidad de localizarle y preguntarle directamente qué es lo que
realmente ocurría en aquel aula. Lo consulté con personas allegadas y me
hicieron desistir.
En la foto del semanario, M.T. aparecía elegantemente vestido y rodeado de
flamantes ejecutivos, y de acuerdo con los parámetros estándar del periodista
era uno más entre un colectivo de triunfadores, pero supongo que en más de una
ocasión habrá repasado lo sucedido en aquel tiempo y deseado borrarlo de su
currículo íntimo y personal.
No sé absolutamente nada de su evolución, ni de la de C.M., ni mucho menos
de la del hermano L.A. Si sus superiores no le apartaron de la profesión
religiosa o él mismo se dio cuenta de que aquel no era el mejor camino,
seguiría toqueteando y abusando de decenas o cientos de niños durante años.
Mientras en Irlanda, Australia, Estado Unidos o Alemania se han abierto cientos
de procedimientos judiciales e investigaciones parlamentarias sobre abusos
continuados en establecimientos religiosos a lo largo de la segunda mitad del
siglo XX, en el estado español solo hay un pequeño goteo de denuncias
personales. Por alguna razón que se me escapa, parece un tema que no se quiere
afrontar de forma colectiva.