domingo, 13 de octubre de 2013

Estaciones de ferrocarril


LA ESTACIÓN


Las estaciones y los mercados de las grandes ciudades son las catedrales de la época moderna. Sus estructuras de hierro mostraban el músculo de la industrialización, la ambición de arquitectos e ingenieros y la fortaleza de la creciente clase obrera. 

Las estaciones eran además la puerta de entrada de las oleadas de emigrantes a la vida ciudadana, de gente que venía de campos lejanos con la casa a cuestas.

Estació de França de Barcelona
En mi infancia ir a un aeropuerto a ver despegar y aterrizar era un premio exótico. Se iba a ver, no a usar, por mucho que tus padres pertenecieran a las nuevas clases medias del desarrollismo. Por el contrario, la estación de trenes era un bien de uso. Se iba a viajar o a esperar.

En grandes urbes, como Madrid o Barcelona, había no una sino varias estaciones, según los viajeros fueran o vinieran del norte o el mediodía. A mediados del siglo XX fueron creciendo pequeñas ramificaciones, las llamadas estaciones de cercanías, creadas preferentemente para trasvasar recursos materiales y humanos de los barrios a las zonas industriales y viceversa. 
Estación de Toledo


Por claras razones vivenciales mi preferida es la Estació de França de Barcelona. He pasado largas veladas entre su sala de espera y su cantina esperando a familiares que venían en trenes que alguien, como con coña, llamaba “rápidos”, pero tardaban doce horas en hacer un trayecto de 600 kilómetros.
Un rudo servicio de altavoces anunciaba algo que había que descifrar preguntando a los numerosos mozos portaequipajes: siempre el retraso de minutos o incluso horas por razones desconocidas. Lo que empezaba como una espera ávida acababa convirtiéndose, ya a altas horas, en un suplicio, pero aún así, cuando entro en su impresionante vestíbulo, hoy muy usado en publicidad, se me pone la carne de gallina. Después está su bóveda curvada y sus anchos andenes, con un olor que asocio, quizás erróneamente, al hierro y al orín. 

Estación de Amberes
Las viejas catedrales laicas han perdido su carácter sacro.  Algunas han sufrido una reconversión forzada por su mala localización, desbordadas por el crecimiento de las ciudades que las albergan. Han alojado en ellas museos de época o exuberantes especies botánicas y han sido sustituidas por modernas estaciones intermodales, a veces subterráneas. 

Para quienes conocimos el esplendor de las viejas estaciones no hay color. Guardan la melancolía de las despedidas que eran entonces para mucho tiempo.

Vidriera de la Estación de Bilbao
No quiero ser muy chauvinista, así que apunto y muestro otras tantas estaciones de tren que recuerdo y resalto por motivos diversos: la estación de Toledo, que descubrí en mi primer viaje de libre adolescencia; la de Amberes, por su espectacularidad artística; y desde luego, la de Bilbao, por su preciosa vidriera, y sobre todo porque me recuerda las primeras visitas de fin de semana a mi ciudad de acogida.

En cuanto a la nota poética, recurro por enésima a Joan Margarit; a algunos versos del poema del mismo nombre del libro que dedicó a la Estació de França de Barcelona:

“Cada dissabte el tren duia retard
i s´anava fent fosc sota la volta
de ferro i vidre a l´Estació de França,
amb l´olor de carbó de les andanes
i el mostrador mullat de la cantina.
Des de lluny, ella i jo et reconeixíem
entre els vagons, el fum i la gentada.”

“El tren se retrasaba cada sábado;
oscurecía bajo la estructura
de hierro y de cristal de la Estación de Francia,
con olor a carbón en los andenes
y el mostrador mojado en la cantina.
Ella y yo desde lejos entre el humo,
los trenes y la gente ya te reconocíamos.”