jueves, 24 de abril de 2014

DEL MÓVIL Y LAS REDES SOCIALES

La primera vez que vi a un tipo hablando a voz en grito en medio de la Gran Vía de Bilbao por un trasto que parecía un transmisor militar pensé que era jilipollas. En vez de esperar a llegar a casa y hablar por el teléfono de toda la vida, como las “personas normales”, se estaba haciendo el moderno. Casi veinte años después hay tíos que van hablando solos por la calle y no están locos, y ya no hay humano que pueda sobrevivir sin estar permanentemente conectado, no ya a las redes telefónicas, sino a las llamadas redes sociales, tuiteando o enviando guasaps con frases sin chicha y emoticones infantiles. No podemos aguantar más de diez minutos sin preguntar a alguien, casi desesperadamente, “qué haces”, o informarle severamente “voy en el metro, llegando a Moyúa” a voz en grito, como si importara.
Tengo conocidos con cientos y miles de amigos en el “feisbuc”, en una banalización del concepto de amistad que se extiende como el aceite. Aunque pueda parecer una definición un tanto mundana, creo que un amigo es esa persona que te puede prestar 2.000 euros a fondo perdido o hacerte cuatro noches cuando un familiar o tú mismo está en un hospital pudriéndose de asco y aburrimiento. Lo demás son fuegos de artificio.
Una de las frases tótem en mi época de estudiante malogrado de periodismo es que el exceso de información produce ruido. El nuevo modelo de información casi permanente también produce malos entendidos, murmuración o directamente acoso colectivo. Tampoco es moco de pavo que el “Gran hermano” sepa en todo momento dónde estamos y a qué dedicamos el tiempo libre, como dice la canción.
No todo son maldades, que uno es conservador pero no tanto. El móvil ha mejorado la productividad, potenciado la comunicación o salvado vidas en situaciones de emergencia. También la televisión genera obesidad e imbecilidad, y entretenimiento o cultura, según se use.
Convertidos en ordenadores personales minúsculos, los móviles, las tablet y sus redes sociales son un apéndice de nuestro cuerpo y nuestra consciencia y han alterado las relaciones sociales, los hábitos memorísticos, quién sabe si en futuro la estructura de las manos humanas, con los pulgares cada vez más diestros y el resto medio atrofiados. El problema es, como con todo, la capacidad de que el útil no se mastique al usuario, algo que la basura tecnológica ya está haciendo en los países que la recogen.
Así es. Parte de las materias primas vuelven a su lugar de origen en forma de la mierda tecnológica que pronto desechamos. A Accra, la capital de Ghana, donde la contaminación por plomo, cadmio y otras sustancias contaminantes supera hasta 50 veces los niveles de riesgo, o a otros lugares de África, porque el primer mundo les destina los cientos de miles de toneladas de residuos que considera sobrantes, entre ellos, quizás, el último o penúltimo móvil que se nos quedó “obsoleto” a los dos años.


Acompañando, una aplastante parodia de West side story: Web site story.
Vale la pena verla y oírla.

jueves, 17 de abril de 2014


INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA A UN RELOJ, CON LA VOZ DE JULIO CORTÁZAR Y EL SONIDO DE MIGALA.

Creo que para compartir la celebración del centenario de su nacimiento, Spotify me invitó antes de ayer a oír esta versión musicada de una de las instrucciones que Julio Cortázar incluyó entre sus maravillosas Historias de cronopios y de famas (1962): Instrucciones para dar cuerda a un reloj.

La versión es de un grupo de música electrónica al parecer desaparecido, del que, si he de ser sincero, no había oído hablar nunca, Migala. La palabra la pone el mismo Cortázar con la curiosa mezcla de fonética afrancesada y porteña que le caracterizaba.

viernes, 11 de abril de 2014

AVISHAI COHEN, CONTRABAJISTA ISRAELÍ

Belleza en expansión...

domingo, 6 de abril de 2014

EL FERRETERO DEL BARRIO

Recuerdo la ferretería del primer barrio en el que viví como un santuario con actividad casi febril. Ocupaba un chaflán entero y siempre había cola. En aquel entonces creía que no había cosa más parecida a una farmacia que una ferretería. Si uno recurría a un boticario para que le facilitara un puñadito de clavos sin cabeza para fijar un listoncillo, qué menos que pedir al ferretero un remedio para esa laringe averiada por el tabaco y la nocturnidad. O viceversa. Recuerdo al ferretero encaramado a una escalera, buscando la perfecta medicación para cualquier dolencia en las paredes o el mobiliario entre cientos de cajoncitos de madera, y si los problemas eran mayores, recomendar la herramienta precisa y dar algún consejo para resolver el embolado.
Tengo amigos que veneran las ferreterías porque han heredado la vocación o destreza de sus antepasados y pasean por los pasillos ahora fríos de las ferreterías modernas, self-service, a veces sin nadie que pueda aconsejar con certeza el útil adecuado,  acariciando con la mirada martillos, alicates, brocas, ingletadoras. En casa de mi abuela materna el metro y la caja de herramientas era para sus nietos solo nuestro juguete preferido, pero en algunas casas la caja de herramientas era, además, un tesoro que se cuidaba y traspasaba de padres a hijos como una herencia valiosa.
El actual ferretero del barrio también ha heredado el oficio. El matrimonio que lo regentaba con anterioridad puso al día a los nuevos ocupantes compartiendo el negocio durante algunas semanas. Aunque se trata de un local pequeño venden ferretería menuda y decenas de productos diversos, escobas, hules, bombillas, burletes, porque ahora se usan herramientas potentes, casi máquinas, que solo pueden encontrarse en las grandes superficies.
Aunque apenas entro cada tres o cuatro meses a comprar algo que casi nunca llega a los cinco euros, el ferretero de mi barrio me reconoce por una anécdota que vivimos hace unos tres años. Yo había ido a visitar a mi familia a Ciudad Real por semana santa, esa población que, como Teruel, también existe, aunque siempre se la confunda con Guadalajara. Estaba buscando aparcamiento cuando vi pasar al ferretero y a su mujer, seguramente camino del hotel Almanzor, solo a unos metros. Ni se me ocurrió pitarles porque pensé que les costaría reconocerme, y así lo dejé. Unos meses después, ya en el barrio, necesité alguna cosilla, seguramente tacos y escarpias para colgar alguna “obra de arte”, y le entré a lo bestia: ¿qué hacías en Ciudad Real el sábado santo? Creo que si le hubiera dicho Toledo o Venecia, por poner dos ejemplos hiper turísticos, le hubiera parecido normal. Yo también me he encontrado a gente conocida en esos sitios, pero ¿en Ciudad Real? Así que me miró sobresaltado, como si yo fuera un agente de la CIA que hubiera descubierto a un suministrador clandestino de tornillería, y me preguntó por qué. Para aliviarle le expliqué inmediatamente el inocente motivo de mi presencia. Entonces se relajó y me confesó que fue una casualidad visitar esa ciudad anodina, cuyo mejor atractivo turístico, una muralla medieval de cinco kilómetros de perímetro solo conserva un par de puertas, un torreón y apenas cien metros de empalizada, una espléndida prueba de fuego para un amante del bricolaje con una buena caja de herramientas…
No hemos vuelto a hablar del tema. Ahora ya sabe que no soy un agente secreto, y se limita a atenderme y darme algún consejo, un hueco que no pueden rellenar los contratados temporales de las grandes superficies. 
Para acompañar el texto he recordado la primera canción que me hizo bailar cuando era un crío: “Si yo tuviera un martillo” (“If a had hammer”) de Trini López. Salut.