martes, 27 de mayo de 2014

LAS NUEVAS PROFESIONES CALLEJERAS

El amateur que tocaba la flauta, por decir algo, a mediados de la pasada década en la Gran Vía de Bilbao era una anécdota. En aquellos tiempos de “riqueza” cualquier persona entregada a la calle podía sobrevivir con más o menos holgura, aunque, como es el caso, en dos o tres años fuera incapaz, siquiera, de entonar de oído “El cóndor pasa”. Un día me acerqué a él y le ofrecí pagarle un curso de solfeo pero no se dejó.

Ahora, en una de las entradas de la estaciónde Indautxu un grupo de violinistas mediocres se reparten instrumento y tiempo para sacar unas monedas. No es uno de los más comunes entre los músicos desperdigados por Bilbao, en el que abundan el acordeón, el clarinete, y más recientemente la cristalería de copas, que virtuosos transforman en música de cámara. En la misma salida de metro un africano reparte octavillas de un sanador que te asegura sexo, dinero y salud.  Decenas de jóvenes del mismo continente venden bolsos, paraguas y DVDS piratas. También hay malabaristas, vendedores de cleenex, pintores, hombres estatua, chatarreros del menudeo, titiriteros, carteristas. Junto a la plaza de Moyúa hay un miniaturista que reproduce con tino la araña que está delante del Guggenheim, pero lo que más abunda son las decenas de pedigüeños que se reparten iglesias, bocas de metro y supermercados con carteles de distinta índole. Todo ello en una ciudad que aún puede presumir de cierta prosperidad y estabilidad social. No en vano algunos de estos currantes callejeros lo hacen a la puerta de tiendas de lujo y bancos internacionales de primera fila.


Viene todo ello a cuento de que el domingo, rodeado de una lluvia fina y persistente, volvió el afilador, un oficio que parecía desterrado, a tocar el chiflo frente al portal de casa, lo que me ha llevado a pensar que ya no hace falta ir al Magreb para saborear el exotismo de sus medinas, tan llenas de gente que vende y hace de todo en la puta calle. Ya tenemos la puta calle aquí.

De acompañamiento musical canción apropiada de un estupendo grupo “granaíno”:  Grupo De Expertos Solynieve – De Baja

lunes, 19 de mayo de 2014

EL MIEDO DEL DELANTERO ANTE EL PENALTI

He mal copiado el título de una novela de Peter Handke que leí hace ya décadas para escribir algo de fútbol, una tentación que me persigue y que, a la vista de la inflación futbolística que nos rodea, suelo rehuir.  Así que no voy a hablar de los astros, esos tipos con peinados y tatuajes más o menos extravagantes que salen del entrenamiento con cochazos de alta gama y repiten la primera palabra de las oraciones como si fuera algo inherente al dominio de la pelota. El FÚTBOL con mayúsculas, ese opio que nos mantiene aturdidos, el circo que nos hará contestar como niños imbéciles que “bien” al “cómo están ustedes”, cada vez me interesa menos. O nada.  Así que voy a hacerlo del fútbol con minúsculas, el que todavía me alegra ver en las plazas y patios de los barrios.
Campeones de barrio - Antonio Berni


Y bien, aunque creo que el mito de la soledad y el  miedo del portero ante el penalti son exagerados, porque esa falta máxima es como un duelo de pistoleros en un western en el que uno puede incluso tirarse al lado contrario sin ser vapuleado, pero ¡ay del delantero si tira la pelota a la grada…!, es cierto que los porteros son gente especial. Cuando yo empezaba a jugar con apenas catorce años en campos de tierra dura y seca el portero era un suicida. Había que tener mucho amor al arte para pasar un frío del carajo, ser mirado de reojo por tus compañeros cada vez que encajabas un gol y llegar a casa con los muslos y la cadera en carne viva. Muchos de esos porteros se habían curtido en los colegios de barrio, descartados como jugadores de campo cuando los capitanes elegían equipo en los recreos. El portero era siempre el último que quedaba, aquel chaval gordito o poco dotado para el regate que seguía empeñado en jugar al fútbol. Con los años se convertían en tipos aguerridos con profunda vida interior o en líderes naturales a los que nadie llevaba la contraria. No recuerdo ni la mitad de los jugadores de campo con los que compartí alineación, pero sí la lista de los porteros, esos seres sacrificados que ni siquiera podían lesionarse o caer enfermos porque a ver quién se ponía... Los había que se empeñaban en llevar pantalón largo para no dañarse, o lo contrario, en dejar de lado las indispensables rodilleras porque total…Como alguna vez me probé los guantes no me extraña que casi ningún cancerbero los usara. A la segunda mojada se acartonaban y perdían totalmente el sentido del tacto.

Foto de Oriol Maspons
Todos los porteros con los que jugué eran personajes peculiares pero ninguno como un chalado que nos duró apenas una temporada. Era un larguirucho con el pelo por los hombros y un ojo tuerto al que recuerdo como si lo estuviera viendo, pero no su nombre ni de donde salió o quién le o nos engañó. Aunque su defecto visual nos mosqueó, tampoco teníamos donde elegir. Conseguir portero era sumamente difícil, porque los descartes de colegio acababan dedicándose a otra cosa, así que asumimos el riesgo. Era un tipo ágil y se le notaba oficio, pero pronto dio muestras de una irregularidad que llevaba con una alegría que desquiciaba, así que a los pocos partidos confirmamos que estaba como una cabra. Creo que fue en Sant Boi, conocido precisamente como el pueblo de los locos porque albergaba un conocido psiquiátrico. Era un partido igualado que no acababa de desequilibrarse, con un importante forcejeo en el medio campo. Uno de nosotros perdió la pelota donde no debía y el equipo contrario inició un contraataque que nos pilló desprevenidos, así que al volver la vista hacia nuestro campo para comprobar si algún defensa y principalmente nuestro portero se había puesto en guardia, no nos lo podíamos creer: estaba sentado en el larguero como si la cosa no fuera con él. He recordado esa imagen surrealista cientos de veces, y cuánto me hubiera gustado una fotografía de ese momento en blanco y negro. Hubiera sido una de las mejores instantáneas del fútbol de barrio de los años sesenta, al nivel de la que Oriol Maspons dedicó a otro portero peculiar por aquellos tiempos.  

Para acabar, unos versos de Günter Grass que he encontrado por ahí:

Lentamente ascendió el balón en el cielo.
Entonces se vio que estaban llenas las tribunas.
Habían dejado solo al poeta bajo el arco,
pero el árbitro pitó fuera de juego.

jueves, 8 de mayo de 2014

El tranvía regresa a La Malvarrosa (El País 4/5/2014)
En aquella Valencia de los años cincuenta del siglo pasado, sensual, huertana, eclesiástica, reprimida bajo la bota franquista, los sentidos estaban a punto de reventar por todas las costuras del cuerpo. Sobre el color ala de mosca que envolvía todas las cosas había una línea azul que abría el horizonte. Esa línea no solo era el mar como símbolo de la libertad, también era el destino final de todos los deseos y placeres como una forma de rebeldía. Desde entonces las cosas han cambiado sin dejar de ser las mismas bajo otra sustancia.
En verano el tranvía azul con jardinera llevaba a la playa de la Malvarrosa a una gente que todo lo que esperaba de la vida era el regalo de pasar un día en el mar. Una mañana de domingo de 1956, mientras el tranvía rodaba junto al cauce del Turia hacia la avenida del Puerto iba dejando atrás un sonido de tambores y trompetas de una parada militar, que se celebraba junto al puente del Real, en la plaza de Capitanía. Sobre la alegre campana del tranvía se imponía el eco de un vozarrón oscuro, que a través del megáfono repetía una y otra vez las consignas patrióticas a una formación de excombatientes y falangistas. La brisa llevaba hacia el tranvía las palabras gangosas: victoria, caudillo, enemigos de España, comunismo. Pero poco después, sobre esta  soflama cargada de odio contra los rojos se imponía la línea azul del mar y en la playa se abría solo el rojo de las sandías.

En aquellos años  el poblado marítimo de El Cabanyal aún guardaba una de las almas más definidas de Valencia. Tal vez funcionaba allí todavía el teatro de la Marina y se oía la pianola de un baile que se celebraba en alguna villa mesocrática con fachada de azulejos y mirador historiado de art déco; los veraneantes burgueses en chaqueta de pijama, que podían ser personajes de los sainetes de Escalante, tomaban el fresco y hacían tertulias en las puertas de casa en la calle de la Reina. En el aire permanecía extasiado el espíritu de Blasco Ibáñez, de Sorolla, de Benlliure, de José Navarro, de Mongrell, de Cecilio Pla, del fotógrafo Agustí Centelles. Aún quedaban intactas muchas casas de pescadores, la piscina del balneario de Las Arenas y su Partenón pintado de azul, las termas Victoria, donde se establecieron después los salones de baile de Casablanca; los establos de los bueyes de tiro de las barcas; el sanatorio de San Juan de Dios, que recogía a los niños lisiados. Los merenderos de la explanada de Neptuno y las casetas de baños se alternaban en la playa desde el Grao hasta la Malvarrosa, que debía el nombre  a la fábrica de esencias para perfumistas extraídas de las malvas rosáceas, propiedad del francés Robillard.
Atrás quedó todo aquello. El sexo reprimido, la libertad aplastada, los sueños rotos. Más de medio siglo ha pasado. Si los pasajeros de aquel tranvía hubieran repetido uno de estos años el viaje a la Malvarrosa en el nuevo  tranvía de diseño, tal vez habrían encontrado Valencia también cortada al tráfico, pero no les hubiera sorprendido el sonido de una arenga militar franquista con tambores y trompetas, sino el clamor de una inmensa plegaria religiosa que se elevaba a coro con mil decibelios a la atmósfera desde el puente de Monteolivete sobre el cauce del Turia.
Bajo un sol tórrido allí se había montado un tinglado que no desmerecía al de los Rolling Stones, y unos  cientos de miles de fieles perfumados con sudor de colonia e incienso elevaban loas al Señor junto a un apabullante engendro arquitectónico semejante al esqueleto de un inmenso dinosaurio con las vértebras, la espina dorsal y el cráneo a la intemperie, la Ciudad de las Artes, toda de cemento blanco, a modo de cómic galáctico fallero, creado con brutal despilfarro por el arquitecto Calatrava, que también había levantado un puente nuevo de diseño espacial. Sobre este sueño de espuma manierista enloquecida ahora el pontífice romano se movía dentro de un tinglado climatizado artificialmente por seis potentes cañones de aire acondicionado que le regalaban un clima semejante al de un centro comercial donde decenas de cardenales y obispos formaban un gran estofado litúrgico.
Tal vez las calles de Valencia también estarían cortadas para  dar paso a los bramidos de los motores de la fórmula 1; tal vez en los muelles del puerto ahora se estarían celebrando los fastos de la Copa América de Vela, que sustituían al boato de la llegada en 1954 del portaviones Coral Sea de la VI Flota cuando  Franco se hizo llevar una paella a bordo para conmemorar el Pacto de las Bases y los marines desbordados por la ciudad habían reventado los precios del comercio de la carne femenina en el barrio chino.
Todo había cambiado, todo era lo mismo. En aquel tiempo los huertanos acudían al barrio chino en busca de placer, ahora el barrio chino se establecía en plena huerta con una prostituta plantada cada cien metros en medio de campos de hortalizas y naranjos.
Los restaurantes de la playa con nombres de mujer, La Pepica, La Marcelina, Amparito, La Rosa, entonces sombreados con toldos y cañizos a merced del crepitar de los arroces y mariscos a la vista del público se habían trasformado en establecimientos asépticos con puertas de PVC y el litoral salvaje con acequias había sido domesticado con un paseo marítimo con mil farolas de diseño hasta la entonces derruida casa de Blasco Ibáñez, hoy levantada desde los cimientos con los leones mesopotámicos sosteniendo la mesa de mármol y cariátides nuevas en la terraza. En el derruido balneario de Las Arenas se erige ahora un hotel de lujo para ejecutivos.
La vida ha cambiado, pero la historia es siempre la misma. La tragedia de la gran riada ocurrida en octubre de 1957 llenó de cadáveres embarrados la ciudad; ahora la tragedia se había reproducido bajo otra forma, no debida a la naturaleza sino a la miseria moral de algunos políticos de la democracia. En Valencia el accidente del suburbano en la estación de Jesús, ocurrido en julio de 2006, había generado decenas de víctimas mortales, que fueron enterradas y silenciadas como si no hubiera pasado nada, mientras sobre el tinglado del puente de Monteolivete los políticos beatos o agnósticos se extasiaban de incienso, la marihuana de los santos y unas ratas de alcantarilla elevaban la corrupción a una sagrada liturgia del poder.
De regreso de la playa los pasajeros de aquel tranvía de la Malvarrosa detenido ante este altar galáctico ya de noche, en el viejo cauce del Turia, no oirían croar a las ranas ni verían a prostitutas nocturnas que iluminaban con una cerilla un amor, a cinco pesetas el éxtasis. Ahora en el cauce del Turia también se había transformado felizmente en un largo jardín lleno de campos de deportes, parques infantiles, paseantes y ciclistas que estaban ejerciendo la modernidad como una forma de rebeldía y la ciudad se había lavado la cara.
En el tiempo del tranvía todavía quedaba el recuerdo oscuro de los maestros de escuela y profesores republicanos que habían sido fusilados o represaliados después de la guerra. Pero a partir de los años ochenta comenzaron a crearse institutos y universidades. En España se había establecido un sistema general de becas. Hijos de campesinos, de obreros, de taxistas, de pequeños tenderos pudieron ser ingenieros, abogados, científicos, economistas, informáticos.
En los tiempos del tranvía hubo un niño, hijo de jornaleros, que todos los días atravesaba la huerta a pie o en bicicleta camino de Valencia para recibir la clase particular gratuita que le había ofrecido uno de aquellos maestros represaliados. En algún paso a nivel se detenía para ver cruzar el tren eléctrico que iba a la Malvarrosa. En aquel espacio se levantó luego la Politécnica, entre cultivos de hortalizas. Aquel niño se hizo bachiller, luego estudió ciencias y tuvo que seguir sacando matrículas de honor en la universidad porque era la única forma de matricularse sin pagar las tasas. Años después, cuando el joven destinado a ser jornalero obtuvo la cátedra de Ciencias Exactas, en la lección magistral, que dio en el aula magna, citó con honor el nombre de aquel profesor que acababa de morir sin haber sido rehabilitado. También recordó a sus compañeros de escuela, tan despiertos y ávidos de aprender, que no habían podido estudiar y ahora eran jornaleros. Hoy los recortes en la enseñanza amenazan con devolver el rostro de aquella miseria de la educación destinada solo a los privilegiados.
También  El Cabanyal está a punto de perder el alma. Si el Ayuntamiento de Valencia, en lugar de ser una empresa constructora al servicio de la codicia de los tiburones, hubiera sido una empresa realmente ciudadana estos poblados marineros habrían sido cuidados, respetados, restaurados y asumidos desde  el principio como un verdadero tesoro urbano; El Cabanyal declarado conjunto histórico protegido, patrimonio de interés cultural
está a punto de ser destruido con un plan maquiavélico tramado por el Ayuntamiento.
Primero lo dejó abandonado a su aire; luego propició que lo ocuparan tribus marginales; compró viviendas a medida que las hacía inhabitables; las llenó de ratas y, finalmente, ha tentado con el señuelo de la revalorización a sus habitantes más débiles o desmoralizados mientras las palas y las hormigoneras avanzaban hacia el mar como si las guiara una fuerza lógica, moderna e imparable, cuando solo se trata de codicia unida al mal gusto que es la gracia urbanística, herencia del franquismo. Un hotel  de lujo hortera devoró el espíritu del balneario de Las Arenas; los chalés en ruinas de la calle de Eugenia Vives pronto serán sustituidos por una fachada impersonal de muchas alturas y así sucesivamente va a caer bajo la piqueta un barrio que pudo haber sido un modelo de amor a la historia por parte de ediles cultos y conscientes de que la ciudad es una empresa de los ciudadanos y no de los especuladores.
El texto de este  libro que escribí hace veinte años es una memoria sentimental de un aprendizaje. El subconsciente de aquel tiempo y de aquel espacio literario está atravesado por un tranvía azul con jardinera que iba al mar. Los años cincuenta del siglo pasado no se han sumergido por completo en la historia ni han caído totalmente bajo la piqueta; siguen todavía fermentando los nuevos mitos, los nuevos ritos y nuestros sueños bajo el aluvión del cemento armado, del oleaje de plástico y metacrilato.

Este libro tiene ya muchas páginas amarillas. La melancolía es una fuente literaria, la quintaesencia de la imaginación. Aquellas viejas canciones, visiones y placeres sencillos y efímeros, siempre conquistados contra la represión, están unidos a unas calles, esquinas, paisajes y playas que fueron en un tiempo lugares iniciáticos para varias generaciones. Esos espacios constituyen todavía la prolongación de sentimientos que han conformado los estratos más íntimos de un alma colectiva.
Manuel Vicent

Para contrastar con este paisaje un tanto desolador, un canto a la vida y a la alegría de Julio BusatamanteJulio Bustamante – El Tranvía