EL FERRETERO DEL BARRIO
Recuerdo la ferretería del primer barrio en el que viví como un santuario
con actividad casi febril. Ocupaba un chaflán entero y siempre había cola. En
aquel entonces creía que no había cosa más parecida a una farmacia que una
ferretería. Si uno recurría a un boticario para que le facilitara un puñadito
de clavos sin cabeza para fijar un listoncillo, qué menos que pedir al
ferretero un remedio para esa laringe averiada por el tabaco y la nocturnidad.
O viceversa. Recuerdo al ferretero encaramado a una escalera, buscando la
perfecta medicación para cualquier dolencia en las paredes o el mobiliario entre
cientos de cajoncitos de madera, y si los problemas eran mayores, recomendar la
herramienta precisa y dar algún consejo para resolver el embolado.
Tengo amigos que veneran las ferreterías porque han heredado la vocación o destreza
de sus antepasados y pasean por los pasillos ahora fríos de las ferreterías
modernas, self-service, a veces sin nadie que pueda aconsejar con certeza el útil
adecuado, acariciando con la mirada
martillos, alicates, brocas, ingletadoras. En casa de mi abuela materna el
metro y la caja de herramientas era para sus nietos solo nuestro juguete
preferido, pero en algunas casas la caja de herramientas era, además, un tesoro
que se cuidaba y traspasaba de padres a hijos como una herencia valiosa.
El actual ferretero del barrio también ha heredado el oficio. El matrimonio
que lo regentaba con anterioridad puso al día a los nuevos ocupantes compartiendo
el negocio durante algunas semanas. Aunque se trata de un local pequeño venden
ferretería menuda y decenas de productos diversos, escobas, hules, bombillas,
burletes, porque ahora se usan herramientas potentes, casi máquinas, que solo
pueden encontrarse en las grandes superficies.
Aunque apenas entro cada tres o cuatro meses a comprar algo que casi nunca
llega a los cinco euros, el ferretero de mi barrio me reconoce por una anécdota
que vivimos hace unos tres años. Yo había ido a visitar a mi familia a Ciudad
Real por semana santa, esa población que, como Teruel, también existe, aunque siempre
se la confunda con Guadalajara. Estaba buscando aparcamiento cuando vi pasar al
ferretero y a su mujer, seguramente camino del hotel Almanzor, solo a unos
metros. Ni se me ocurrió pitarles porque pensé que les costaría reconocerme, y
así lo dejé. Unos meses después, ya en el barrio, necesité alguna cosilla,
seguramente tacos y escarpias para colgar alguna “obra de arte”, y le entré a
lo bestia: ¿qué hacías en Ciudad Real el sábado santo? Creo que si le hubiera
dicho Toledo o Venecia, por poner dos ejemplos hiper turísticos, le hubiera
parecido normal. Yo también me he encontrado a gente conocida en esos sitios,
pero ¿en Ciudad Real? Así que me miró sobresaltado, como si yo fuera un agente
de la CIA que hubiera descubierto a un suministrador clandestino de tornillería,
y me preguntó por qué. Para aliviarle le expliqué inmediatamente el inocente
motivo de mi presencia. Entonces se relajó y me confesó que fue una casualidad
visitar esa ciudad anodina, cuyo mejor atractivo turístico, una muralla
medieval de cinco kilómetros de perímetro solo conserva un par de puertas, un
torreón y apenas cien metros de empalizada, una espléndida prueba de fuego para
un amante del bricolaje con una buena caja de herramientas…
No hemos vuelto a hablar del tema. Ahora ya sabe que no soy un agente
secreto, y se limita a atenderme y darme algún consejo, un hueco que no pueden
rellenar los contratados temporales de las grandes superficies.
Para acompañar el texto he recordado la primera canción que me hizo bailar cuando
era un crío: “Si yo tuviera un martillo” (“If a had hammer”) de Trini López.
Salut.