domingo, 6 de abril de 2014

EL FERRETERO DEL BARRIO

Recuerdo la ferretería del primer barrio en el que viví como un santuario con actividad casi febril. Ocupaba un chaflán entero y siempre había cola. En aquel entonces creía que no había cosa más parecida a una farmacia que una ferretería. Si uno recurría a un boticario para que le facilitara un puñadito de clavos sin cabeza para fijar un listoncillo, qué menos que pedir al ferretero un remedio para esa laringe averiada por el tabaco y la nocturnidad. O viceversa. Recuerdo al ferretero encaramado a una escalera, buscando la perfecta medicación para cualquier dolencia en las paredes o el mobiliario entre cientos de cajoncitos de madera, y si los problemas eran mayores, recomendar la herramienta precisa y dar algún consejo para resolver el embolado.
Tengo amigos que veneran las ferreterías porque han heredado la vocación o destreza de sus antepasados y pasean por los pasillos ahora fríos de las ferreterías modernas, self-service, a veces sin nadie que pueda aconsejar con certeza el útil adecuado,  acariciando con la mirada martillos, alicates, brocas, ingletadoras. En casa de mi abuela materna el metro y la caja de herramientas era para sus nietos solo nuestro juguete preferido, pero en algunas casas la caja de herramientas era, además, un tesoro que se cuidaba y traspasaba de padres a hijos como una herencia valiosa.
El actual ferretero del barrio también ha heredado el oficio. El matrimonio que lo regentaba con anterioridad puso al día a los nuevos ocupantes compartiendo el negocio durante algunas semanas. Aunque se trata de un local pequeño venden ferretería menuda y decenas de productos diversos, escobas, hules, bombillas, burletes, porque ahora se usan herramientas potentes, casi máquinas, que solo pueden encontrarse en las grandes superficies.
Aunque apenas entro cada tres o cuatro meses a comprar algo que casi nunca llega a los cinco euros, el ferretero de mi barrio me reconoce por una anécdota que vivimos hace unos tres años. Yo había ido a visitar a mi familia a Ciudad Real por semana santa, esa población que, como Teruel, también existe, aunque siempre se la confunda con Guadalajara. Estaba buscando aparcamiento cuando vi pasar al ferretero y a su mujer, seguramente camino del hotel Almanzor, solo a unos metros. Ni se me ocurrió pitarles porque pensé que les costaría reconocerme, y así lo dejé. Unos meses después, ya en el barrio, necesité alguna cosilla, seguramente tacos y escarpias para colgar alguna “obra de arte”, y le entré a lo bestia: ¿qué hacías en Ciudad Real el sábado santo? Creo que si le hubiera dicho Toledo o Venecia, por poner dos ejemplos hiper turísticos, le hubiera parecido normal. Yo también me he encontrado a gente conocida en esos sitios, pero ¿en Ciudad Real? Así que me miró sobresaltado, como si yo fuera un agente de la CIA que hubiera descubierto a un suministrador clandestino de tornillería, y me preguntó por qué. Para aliviarle le expliqué inmediatamente el inocente motivo de mi presencia. Entonces se relajó y me confesó que fue una casualidad visitar esa ciudad anodina, cuyo mejor atractivo turístico, una muralla medieval de cinco kilómetros de perímetro solo conserva un par de puertas, un torreón y apenas cien metros de empalizada, una espléndida prueba de fuego para un amante del bricolaje con una buena caja de herramientas…
No hemos vuelto a hablar del tema. Ahora ya sabe que no soy un agente secreto, y se limita a atenderme y darme algún consejo, un hueco que no pueden rellenar los contratados temporales de las grandes superficies. 
Para acompañar el texto he recordado la primera canción que me hizo bailar cuando era un crío: “Si yo tuviera un martillo” (“If a had hammer”) de Trini López. Salut.