jueves, 7 de agosto de 2014

El chicle

EL CHICLE

El día 1 de agosto pasado falleció José Luis, mi único hermano. La última vez que le vi reír, solo un mes antes, fue recordando los chicles que pegábamos en la parte baja de los viejos pupitres del colegio que compartimos en los años sesenta del pasado siglo. Este blog va por él…

En la escena final de El último tango en París, Marlon Brando se acerca tambaleándose al balcón del piso que ha compartido durante unas semanas con una mujer de la que ni siquiera conoce el nombre y pega un chicle en la barandilla poco antes de morir. No fue necesario ver esa película en Perpignan para que cuando heredáramos de niños un pupitre a principio de curso tanteáramos sus bajos sabiendo que lo habitual era encontrar una hilera de pegotes petrificados, chicles de alumnos antepasados.  Aún no inventadas las gominolas, las despensas de los pupitres contenían kikos, chupa chups, pegadolças (regalices), y sobre todo chicles, no solo porque eran más fáciles de camuflar entre carrillos, sino principalmente porque estaban de moda.


Aunque según la wikipedia un tal Curtis inventó la goma de mascar a mediados del siglo XIX, los dos hitos que “cambiaron” la historia de la civilización occidental se produjeron ya en pleno siglo XX, cuando Walter Diemer inventó y patentó el llamado “chicle bola”, y sobre todo en 1941, momento en que los responsables militares yanquis lo incluyeron en la dieta diaria de sus soldados.

Así que supongo que el chicle llegó a Barcelona en el Enterprise, un portaviones que fondeó en el puerto en el verano de 1962 con cientos de marineros altos y atléticos que pusieron patas arriba, nunca mejor dicho, los puticlubs y lupanares del barrio chino, y transformaron a la golosina en un símbolo de la modernidad que añorábamos. Con la goma de un lado  a otro de la mandíbula los jóvenes soñábamos convertirnos en “steve mcqueenes” y las jóvenes, imagino, encontrar a tipos rebeldes y un poco chulitos que parecieran formados en el actor´s estudio.

Con algo de cuidado el chicle podía durar más de un día. Una primas mías un poco guarrillas conseguían auténticas pelotas de goma de mascar a base de irlos sumando durante días, pero lo normal es que el masticado acabara descomponiendo el chicle en una sustancia amarga. Éste tuvo sus resistencias. Mi madre solía advertirnos del peligro que podía suponer su tragado, con las tripas irremediablemente pegadas. El otro peligro me lo creé yo mismo un  par de veces, explotándome el globo en el pelo. En esos casos mi madre, tras una bronca descomunal, me lo despegaba con mucha paciencia y una sustancia que asocio a la gasolina.

Con el paso del tiempo y la posmodernidad el chicle ha dejado paso a otras sustancias y ha perdido consistencia y carácter. Ahora es un simple antídoto para la halitosis o un sustituto bastardo del tabaco. Tiene una morfología de píldora minúscula que hace imposible lucirse con un globo de tamaño medio, y yo lo veo en decadencia, como el método Stanislavski y los marines de la VI Flota.

Hace solo unos días mi hermano José Luis pegó su último chicle en la barandilla de un hospital de Ciudad Real. Creo que esta canción de Bobo Rondelli le gustaría.