miércoles, 25 de marzo de 2015

La estilográfica

LA ESTILOGRÁFICA

Cuando cumplí 21 años, en aquel tiempo frontera de la mayoría de edad, mis padres me regalaron una pluma estilográfica. No sé qué habrá sido de ella. Supongo que la perdí de vista en alguna mudanza sin darle no ya el valor material sino el simbólico, ligado a una mayoría de edad que me llegaba, paradojas, mientras hacía la mili en Toledo. Al parecer hasta ese momento tenía edad para aprender a matar o a morir por la patria, pero no para abrir una cuenta corriente o emanciparme.

Creo que la pluma estilográfica otorgaba un status más cultural que de clase, y se asociaba a abogados, médicos, profesores, que la blandían para extender recetas ilegibles y dictámenes jurídicos llenos de latinajos. Los políticos aún las intercambian después de firmar pactos, acuerdos, constituciones, y las guardan como Stradivarius que interpretan la sinfonía de la historia.

Recuerdo que de niño envidiaba a los chicos mayores, que tiraban de estilográfica en los arcos del patio del colegio copiándose los problemas de mates los unos a otros. Yo me conformaba con materiales hoy en desuso -plumilla, tintero, secante- y admiraba la plasticidad de la tinta brotando del artilugio y la limpieza del acabado en la cuadrícula.

La pluma estilográfica es ya, también, un utensilio arqueológico, y pronto lo serán los rotuladores que las imitaron con fortuna desigual. La caligrafía es una artesanía a extinguir, como la cerámica popular o el encaje de bolillos, y hasta la mecanografía, una habilidad que servía para trabajar en la banca o ser funcionario, tiene los días contados.

Pero hay nuevas habilidades. Supe el otro día que hay estudiantes que son capaces de teclear con el móvil a la espalda para evadir el control de sus profesores y puedo imaginar que las generaciones que nos siguen tendrán más desarrollados los dedos pulgares, con los que ahora se comunican compulsivamente para informar a amigos y colegas de cosas intrascendentes.  Simple y sencillamente: es lo que hay.

Para acabar,  la única canción conocida por mí que nombra el instrumento, “Cucurrucucú paloma”, de Franco Battiato.