jueves, 9 de julio de 2015

EL MAPA

Esta vez ha sido a la inversa, un poema de Wistawa Szymborska, la premio Nobel de 1996, me ha llevado a hablar de un objeto en creciente desuso: el mapa.

Aunque útil para otras prácticas menos cotidianas (el arte de la guerra entre ellas), el mapa era antaño un producto imprescindible para viajar. Antes pues de iniciar el trayecto hacia algún destino más o menos cerrado había que saber si se disponía de mapa de trayecto y zona, y si no era así, se adquiría sin la menor duda el mapa oficial, es decir, el del MOPU, en tiempos pretéritos, Ministerio de Obras Públicas, del que, como es obvio, dependía la configuración de las carreteras del estado. Lo contrario era, a mediados del pasado siglo, exponerse a acabar perdido en algún vial secundario lleno de baches y cunetas peligrosas.

Wistawa Szymborska
Salvo en las carreteras nacionales, el mapa tenía que estar permanentemente a mano, y en viajes largos acababa maltrecho y cuarteado de tanto mal doblaje. A finales del pasado siglo, con el acelerón de las obras civiles, el mapa podía estar desfasado a mitad del viaje, porque entretanto te habían construido una autovía gratuita o de peaje.

Yo mismo he padecido numerosas veces esa caducidad que te enfrenta a carreteras inexistentes y a indicaciones incomprensibles, con salidas, cruces y rotondas novedosas. En esos casos, una vez metido en una telaraña de vías perdidas siempre acababas recurriendo al primer individuo que descansaba en el crucero o junto al rótulo del pueblo, casi siempre, con perdón, “el tonto del ídem”, muy dispuesto a atenderte, desde luego, pero también a enviarte al infierno.

El mapamundi es otra historia. No sé qué habrá sido del globo terráqueo que había en una de las estanterías de la casa de mis padres. Era de un material duro, quizás madera, y descansaba sobre una peana y un eje que le permitía girar para mostrar los países de entonces, muchos divididos o simplemente desaparecidos. En una parodia inclemente del poder, Charles Chaplin jugueteaba con un globo de plástico en “El gran dictador”, y el protagonista de “El mapa y el territorio”, de Houellebecq, es un artista posmoderno que reproduce mapas de carreteras de gran formato.

Los coches llevan ahora artefactos que te dicen el desvío de la rotonda que tienes que coger, y, según me dicen, ya no es tan habitual que el único coche de grupo que se pierde es precisamente aquel que tiene tom tom.

Pero vayamos a lo serio, el poema de la Szymborska, una lúcida reflexión sobre la versatilidad de nuestro mundo a través de los mapas que lo representan:

Mapa

Plano como la mesa
sobre la que se extiende.
Bajo él nada se mueve
ni busca una salida.
Sobre él mi humano aliento
no crea remolinos de aire
y deja en paz
toda su superficie.

Sus llanuras y valles siempre son verdes,
sus mesetas y montes, amarillos y ocres,
y los mares y océanos de un azul amigable
en sus desgarradas orillas.

Aquí todo es pequeño, cercano y accesible.
Puedo con el filo de la uña aplastar los volcanes,
acariciar los polos sin gruesos guantes;
puedo con una mirada
abarcar cualquier desierto
junto a un río que está justo ahí al lado.

Las selvas están marcadas con algunos arbolitos
entre los que sería difícil perderse.
Al este y al oeste,
sobre y bajo el ecuador,
un espacio sembrado de un silencio absoluto
y en cada oscura semilla
hay gente viviendo tan tranquila.
Fosas comunes y ruinas inesperadas,
de eso nada en esta imagen.

Las fronteras de los países son apenas visibles,
como si dudaran si ser o no ser.

Me gustan los mapas porque mienten.
Porque no dejan paso a la cruda verdad.
Porque magnánimos y con humor bonachón
me despliegan en la mesa un mundo
no de este mundo.


Y para continuar con la Szymborska, una versión algo salvaje de uno de sus poemas míticos, “Nic dwa razy” (“Nada sucede dos veces”). 
Zdrowie , o sea, salud.