lunes, 24 de octubre de 2016

El cigarro puro

EL CIGARRO PURO


El tabaco no mata siempre de la misma manera. El músico atonal y dodecafónico Anton Webern sobrevivió a los nazis pese a que estos calificaran su música de “bolchevismo cultural” y siguiera en Viena hasta el final de la guerra mundial. Sin embargo, ya en setiembre de 1945 la cagó asomándose a un balcón de su casa de Mittersill empuñando un espléndido Davidoff mientras la policía militar yanqui intentaba arrestar a su yerno, un estraperlista. El soldado Andrew o Raymond Bell, “de ojos bondadosos y corazón celoso centró la mira entre ambos, cigarro y fumador” y fulminó al músico de un certero disparo. He leído este curioso suceso en un libro de biografías minúsculas escrito por Eugenio Baronchelli, al que habré de dedicar alguna que otra entrada, y me ha hecho recordar que yo también fui fumador de puros durante veinte años.

El señor Davidoff atendiendo a una cliente
en su estanco de Ginebra
Más aún. En los años ochenta del pasado siglo llegué a adquirir la biblia de los fumadores de ese formato de tabaco, “El libro del buen fumador de puros”, de Zino Davidoff, en cuyas páginas ese hijo de ruso rebelde perseguido por el zarismo, propietario del mejor “estanco” de Ginebra, recuerda a un insigne cliente y  compatriota: Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin. La revelación parecía confirmar los últimos versos de un poema que yo había publicado poco antes (“Neuchatel”), en el que intuía que “allí vivió Lenin, quizás, un dulce exilio”.

Gracias al libro de Davidoff aprendí a verificar la humedad del producto, a segar debidamente la bocana del artefacto, a prenderlo con cerillas de madera y a evitar que, apagándose, perdiera sus cualidades y se convirtiera en un amasijo de alquitranes. Pero todo hay que decirlo, en toda mi vida apenas he fumado media docena de davidoff, y sí miles de baratas txokorras (farias) y otros puros de escasa calidad. 

Aunque el vicio solo me daba para una dosis después de cada comida, tenía la suficiente consistencia como para amargar el momento. Me recuerdo vagando por Pontevedra a las tantas de la noche buscando un garito donde vendieran farias de A Coruña o de Oviedu (así te los ofrecían), por los canales de Venecia detrás de un toscanelli que echarme a los pulmones,  o los bares de alrededor de casa como un yonqui en pleno mono. Y también ahumando bares, centros de trabajo, hasta ascensores, como un contaminador obsesivo dispuesto a morir matando.

Así que reconozco que dejar de fumar, lo que sea, es complicado. A mí me pudo el acojono del estrés y la hipocondría hace casi veinte años. Fue, creo, una suerte.

Para los que siguen en ello, "la candela" la ponen Pío Leyva y los jovencitos de Buena Vista Social Club, aunque, es cierto, el que siguió fumando habanos respetables hasta cerca de cumplir los cien era su colega Compay Segundo.