lunes, 25 de septiembre de 2017

Joan Margarit

LA MÚSICA CONSUELA (1)

Con la aparición de los primeros cassettes portátiles a finales del pasado siglo creí cumplido mi deseo de que la vida cotidiana tuviera música. ¿No era así en las películas? ¿No había siempre una orquesta, una canción, una banda sonora detrás de cada drama, cada tragedia, comedia o historia de amor? Así que por aquellos tiempos no era raro verme correr por las calles de Barcelona arrastrando un “portátil” de casi un kilo y unos auriculares que te destrozaban las orejas con tal de vivir envuelto en la música de “Mágico” o “My song”, mis discos preferidos de aquellos tiempos.

Hace años publiqué un relato corto, “Noches que suenan a Coltrane”, que se refería a épocas de una vida por las canciones que las caracterizaban. También dediqué un blog a un delicioso cuento de Arkaitz Cano en el que a alguien que acaba de morir se encarna en su canción preferida, “Camarillo brillo” ( http://charlievedella.blogspot.com.es/2014/08/camarillo-brillo-camarillo-brillo-no-es.html ). Las referencias musicales son abundantes en la literatura, y cuando aparecen me siento invitado a buscarlas y a conocer mejor a quienes las utilizan.

Quienes me han oído hablar alguna vez de poesía saben que Joan Margarit (Sanahuja – 1938) está entre mis cinco o seis poetas preferidos. Alguna vez le
he felicitado por alguno de sus libros, por el premio nacional, que recibió en 2008 por Casa de Misericordia, y me he acercado más de una vez a oírle recitar sus versos. En cierta ocasión le envié por correo electrónico el enlace de una final de bersolaritza y lo agradeció confesándose emocionado. También ha estado presente varias veces en el blog.

Joan Margarit
Y es que desde que le descubrí en una antología de poetas catalanes he seguido su obra y disfrutado de la perfección con la que habla de las cosas que nos identifican: nuestros orígenes, algunas ciudades, y sobre todo la música, la música con que suenan las cosas, la que acompaña como un fondo cinematográfico lo que nos pasa, aquellas que han dejado huella en la memoria, aquella que nos consuela… 

Para esta primera entrega dos poemas, “Embraceable you” y “Remolcadores entre la niebla”, un paseo por el viejo celuloide y otro por una Barcelona nocturna llena de sombras. Quiero advertir que transcribo los textos en castellano por motivos de espacio, sin traicionar para nada a un autor que escribe a la vez, sin traducir, en lengua catalana y castellana, y que mi mayor deseo es que las entradas consuelen (nunca mejor...) e inviten a acercarse a las músicas que Margarit propone en sus versos. Al final hay una versión de "Loverman" de Charlie Parker.

EMBRACEABLE YOU
Es triste poner Gershwin sin poder abrazarte.
Somos el blanco y negro de una vieja película:
las parejas bailando, y los barcos de guerra
que han de zarpar al alba. Quizá fui aquel muchacho
que pereció en combate, y tú aquella muchacha
que nunca olvidaría la canción.
Vivimos en la sombra su mañana perdido
en oscuros bailables. Pero hoy, aquella música
se toca en los conciertos y nadie ya la baila.
Hemos errado el tiempo, destruido los recuerdos.
La fiesta está acabando: guarda el último baile
-la luz de oro del saxo y una pieza de Gershwin-
para cuando se acerque
la hora de embarcar en el buque de guerra.

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REMOLCADORES ENTRE LA NIEBLA
Amiga de la noche, reluciente,
lúcido disco de la luna:
avanzas junto a mí por la playa, iluminas
estancias con espejos para amantes
a los que aflige el plazo de una noche.
Tú y yo cruzamos la ciudad caída.
Hay hojas de periódico arrastrándose
como heridas de guerra, son gaviotas
que mueren en el agua de algún muelle.
También cartas de amor que pasan cuentas
como viejos recibos de negocios.
El viaje hacia la sombra nos exige
decidir compañía: yo he escogido
esos ríos espesos, relucientes
de dos armas doradas, dos trompetas:
una cálida y negra, la de Clifford
como un fuego en la nieve de las calles
y la blanca, que apenas puede oírse
en la pútrida noche con letreros
de los hoteles tristes de Chet Baker.
Paso junto a amenazas de paredes
y escaleras de metro con los bultos
de los que duermen bajo los cartones.
Son las sombras que tocan en la noche.
Esperaba un acuerdo sobre fines
y nunca hallé finalidad alguna.
Esperé incluso la pasión del náufrago
por encender un fuego frente al mar
pero nadie deseaba ser salvado.
Creí que contaría con la gente
en asuntos de versos y valores.
No sabía que todas estas cosas
sólo indicaban cómo envejecía:
de pronto todo el mundo estaba lejos
y, mientras, yo escribía este poema
sabiendo que el mañana estaba hecho
de un arte para mí desconocido.
Conocí a una mujer: bailaba y, juntos,
escuchamos un "Autumn leaves" como este
que en la Rambla, magnánimos, los plátanos
murmuran con las hojas en la noche.
Era una mujer de orden, tenía bellas manos:
¡Dios, era mi mujer! Cómo bailaba
cantándome al oído cada pieza,
cómo reía cuando la abrazaba.
Hoy abrazo a la noche y escucho el «Loverman»
en el que Parker equivoca el tiempo.
Los faroles lejanos son los ojos
vidriosos de algún perro.
La música consuela, nada más:
está dentro de mí junto a mis penas,
interpretándolas con claridad
y sentimiento, aunque sin esperanza.
Ya cayó la ciudad de mi futuro.
Camino entre leyendas pisoteadas
del otoño del cuerpo pero aún
hallo hospitalidad en un relámpago
del Café de la Ópera: entre tanto,
al final de la Rambla, en los peldaños
que bajan por el muelle de barcazas,
una sirena muerta está flotando
y es arrastrada por las sucias aguas.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Las fotos recuperadas

LAS FOTOS RECUPERADAS

Hace poco un vecino de Orduña le recordó a mi mujer que yo le había fotografiado y dado una copia de los retratos a principio de los años noventa del pasado siglo. Cuando me dijo que era el hombre que remendaba zapatos en un pequeño taller pegado al ayuntamiento recordé que, efectivamente, era uno de los lugares que había creído necesario fotografiar porque preveía su desaparición en poco tiempo. El zapatero era ya un hombre mayor, y el oficio, con la entrada de productos baratos procedentes de Asia, parecía destinado a permanecer en viejos grabados, en libros sobre artesanías perdidas, quizás en aquella misma instantánea, pero no en el mundo real.


Busqué en viejos archivos de fotos y negativos la inmortalidad del taller, que finalmente había perecido con el incendio y derrumbe accidental del edificio, pero no encontré nada. Dudé incluso si era yo el autor de las fotos, porque recordaba haber buscado el encuadre por detrás de la cristalera que dejaba ver una utilería ancestral  de  martillos, tachuelas, cajas de clavos y puntas de tamaño diverso, pero no haber entrado y menos retratado al artesano. Tampoco recordaba haberle visto desde que el taller se desplazó en 1992 a otra calle tras el derrumbe.

Al advertir a este señor, que ahora tiene 86 años, que había perdido las fotografías y sus negativos, se ofreció a prestármelas y  así lo hizo. Me emociona ver al señor Guaresti posar mientras trabaja veintiséis años atrás y me enorgullece la oportunidad y por qué no, también la calidad de las instantáneas, datadas en su reverso el 11 de setiembre de 1991, tal día como hoy y, casualidad, de la fiesta nacional de mi país de origen. Me parece una manera quizás no muy épica, pero para mí entrañable de celebrarla.

Adoro la fotografía. En éstas el tiempo  permanece detenido para siempre en el golpe que el zapatero lanza con destreza en una edad madura pero capaz. Rodeado de una utilería que, me dice, se conserva en un museo. Cómo debe ser. Ambos nos enorgullecemos de este punto de conexión de cartulina: él, del oficio que le dio sustento; yo, de haber tenido la ocasión de compartirlo.



He encontrado esta versión acústica de “Zapatero”, una canción de Manolo García.