lunes, 5 de junio de 2017

Viajar

VIAJAR

Un conocido me dijo hace unas semanas que en pocos días se iba a Corea del Sur. “Es un país complicado”, me indicó, “porque no acostumbran a hablar inglés y no hay quien entienda su vocabulario escrito. Prefiero la India”. La penúltima vez que habíamos coincidido se iba a un país del este de Europa a “deslocalizar” y ahora negociaba la compra de una empresa coreana en horas bajas, algo que supongo relativamente habitual en un ejecutivo de empresa multinacional.

Como de esos tres países solo conozco la India de los años ochenta del pasado siglo, le dije que recordaba un país caótico y le puse como paradigma el ejemplo de Benarés. Lo conocía, me dijo, pero cuando le hablé de la doble cola de leprosos que abrían el camino del Ganges, del desfile de cadáveres embalados en plásticos porque sus familiares no tenían dinero para quemarlos, de los que ardían lentamente en sus laderas y mezclaban el olor a carne asada con el de los perfumes y especias que impregnan el país, de esas mismas laderas convertidas en “cagaderos” públicos, de un tipo que se tiró 24 horas tumbado con una almorrana del tamaño de una ciruela al aire, rodeado de cebús  putrefactos, de la hermosura multicolor de los saris secándose al sol, de la multitud que se baña, se masajea, se afeita y rasura el cráneo, ora,
El Ganges a su paso por Benarés
ríe, maldice, muere, de la simbiosis de la belleza, la muerte, el dolor, la alegría, la podredumbre, es decir, de lo que somos, me reconoció que no era el Benarés que él visitó.

Así que cuando me explicó que por razones de seguridad no se alejaba demasiado de los hoteles de cinco estrellas, pensé que yo gozaba de una especie de superioridad de mochilero y que él no conocía la India real. Soy un iluso. No nos engañemos: para conocer un país hay que vivir en él, y entre ambos, alguien que compra y subcontrata empresas en la India porque sus trabajadores cobran 160 euros al mes (me confesó que él llevaba haciéndolo hace tiempo con la nariz tapada), lo conoce sin duda mejor que un joven ( yo lo era entonces) a la busca de lugares exóticos.  

Por esa misma época coincidí en un viaje en tren con un chico que leía “El camino”, el libro del fundador del opus-dei. Cuando se enteró de que yo había estudiado filosofía como él y le hablé de que mi última lectura del género era un libro de Eugenio Trías, supongo que para él un peligroso filo marxista, dio un respingo y se puso entre chulito y faltón. A esas alturas de la conversación él sabía que yo estaba a punto de emprender un viaje en bicicleta por la costa gallega y soltó una frase entre insultante y lapidaria que le hizo engordar un par de kilos: “viajar es dilapidar espacio”.  

Es sin duda una frase brillante. Aún mejor, era entonces una premonición. Tres décadas después viajar se ha convertido cada vez más en eso, en dilapidar espacio. Leo en relación con el tema que el año pasado visitaron les Illes Balears 15 millones de turistas. Mi querida Barcelona es cada vez más un parque temático por la que es difícil pasear, un concepto que también está perdiendo calidad (ahora todo el mundo camina a toda hostia) y para ver un monumento es preciso comprar la entrada con meses de antelación y hacer cola con el fin de recorrerlo en pocos minutos, no vaya a ser que se embotelle. En las zonas turísticas ya no hay lugareños, ni tiendas de barrio, es decir, es todavía más imposible saber cómo viven los autóctonos porque no hay. El fenómeno ha generado un nuevo vocablo,”gentrifición”, un anglicismo que hace referencia al desclasamiento de un barrio con el consiguiente desplazamiento y expulsión de sus vecinos.

La contradicción es que mientras nos quejamos de la invasión de nuestros territorios cotidianos, planificamos viajes a ciudades en las que ya no vive gente común. Ciudades repetitivas, con comercios, productos, mobiliario urbano, arquitectura estandarizada…

El tema me ha hecho recordar una frase, o mejor, una presunción del padre de Pío Baroja: la hazaña de no haber visto jamás un drama de Echegaray ni haber estado nunca solo en la Puerta del Sol. Una hazaña, esta última, que todo el mundo puede repetir en cualquiera de los cientos o miles de objetivos turísticos del planeta.


También he recordado unos versos de Pata Negra. Esos que dicen que ”Sevilla tiene dos partes, dos partes bien diferentes, una la de los turistas y otra donde vive la gente”. Nada mejor que oírlos para cerrar el blog.