martes, 10 de abril de 2018

El llanto

EL LLANTO
Cuando adquirimos la vivienda en la que vivimos teníamos treinta y seis años, y esa era más o menos la edad media de sus inquilinos. Como el inmueble era nuevo, durante algunas semanas solo estuvieron habitados dos pisos, un primero y el nuestro, en lo más alto del edificio. Recuerdo que a los pocos días me quedé encerrado en el ascensor. Pulsé el botón de emergencia, pero no me oyó nadie, ni nadie supo interpretar el sentido de una alarma desconocida. De repente me di cuenta de que llevaba un destornillador. Creo que durante esos días el taladro, un metro, escarpias, el martillo, aquel destornillador, eran extensiones naturales de mi propio cuerpo, de modo que, no sé muy bien cómo, conseguí salir valiéndome de la herramienta.

La casa fue llenándose poco a poco de gente joven que ya vivía en general en el barrio. Nos encontrábamos en la escalera y nos saludábamos y dábamos ánimo con la alegría que da empezar una nueva vida. Nos invitábamos mutuamente a ver los pisos, e íbamos sabiendo del perfil de unos y otros a través del mobiliario, el color de las paredes, la calidad de los cuadros, el número de libros, el olor de las cocinas… Pero había entonces una característica casi común, algo que acabó perdiéndose con los años: el llanto de los niños. También nosotros, o mejor, nuestra hija mayor, aportaba entonces su granito de arena a un sonido que en ese momento solo cabe asociar al descubrimiento de la enfermedad, el daño físico, la adversidad, pero que cuando desaparece del todo, como así ocurrió hace ya bastantes años, es el rasgo inequívoco de que la casa ha envejecido al ritmo de quienes la habitan. Ya ha sufrido varias operaciones quirúrgicas, y a menudo renquea víctima de una artrosis progresiva. También se ha paseado la parca por la escalera y se ha llevado por delante a algunas vecinas y vecinos queridos, a mis padres en los últimos tres años, pero el edificio ha enraizado profundamente y es ya tan del barrio como las cercanas casas de La Tabacalera, la escuela de la Mina del Morro o la iglesia de San Francisquito.

Esas raíces, las de los vecinos que persistimos, aferrados los unos a los otros, solidarios, creando memoria, son la fuerza que rebrota: vuelve a oírse llorar. Oigo por las mañanas el llanto de esa niña que lleva mal lo de levantarse para ir al colegio y el nocturno de la nieta de la vecina que tiene pesadillas, y algunas veces, cuando mi hija nos trae a nuestro primer nieto, él se añade al llanto coral y colma la casa de savia nueva.  

Lou Reed sacó su tercer disco, “Berlin”, en 1973, una obra conceptual que incluía “The kids”. La canción está dedicada a una joven yonqui a la que los servicios sociales quitan a sus hijos porque es incapaz de cuidarlos. Aunque Jack Bruce era el bajo oficial del LP, Toni Levin le sustituyó para protagonizar uno de los, para mí, mejores momentos del disco, cuando hacia el minuto 5´11” acompaña el llanto desolado de un niño. Sirva de contrapunto…