miércoles, 20 de junio de 2018

El Jurado


EL JURADO
Supongo que por la veteranía que se presupone a gente de mi edad, pero sobre todo por razones de amistad, soy miembro del jurado de un concurso literario en los dos últimos años. Se trata de un certamen humilde en la cuantía y valor de sus premios, pero generoso en el ámbito y cantidad de los que concede, dado que uno de sus objetivos es motivar la escritura en las nuevas generaciones. Así que además del concurso de relato corto y poesía para adultos, tanto en euskera como en castellano, las entidades que lo promueven auspician otros cuatro premios infantiles y juveniles.
Aunque no se trata de decidir la inocencia o culpabilidad de alguien, ni por tanto de asumir el papel de un Henry Fonda enfrentado a once hombres sin piedad (https://www.filmaffinity.com/es/film695552.html), hacerlo de la bondad o no de una obra creativa también tiene su exigencia. Como he sido circunstancialmente premiado y finalista en certámenes, en general también humildes, sé que, cualquier éxito, por sencillo que sea, el mero reconocimiento de una obra que te ha llegado a quitar el sueño, recompensa la pelea contra el papel en blanco y el reto de la expresión de ideas, de emociones, de la memoria y sus demonios.
Una votación del jurado en "Doce hombres sin piedad"
Tengo que decir que es seguramente en estos premios en los que el jurado más en serio se lo toma, ya que es sabido, y ni se oculta, que muchos de los grandes certámenes literarios se resuelven por encargo al prefijado ganador o ganadora. Hace unos años, por cierto, me enteré con gran decepción que un poeta muy reconocido, cercano ideológicamente a mí, participaba de ese pasteleo en concursos de mediana cuantía. También sé, porque he sido bendecido por alguna de sus decisiones, que los hay profesionales del oficio, lo que les supone una fuente complementaria de ingresos e invitaciones.
El jurado del que hablo está compuesto por voluntarios y voluntariosos aficionados a la escritura, profesores, algún o alguna periodista, dispuestos a tirarnos tres o cuatro semanas leyendo todo tipo de escritura. En estos dos años cosas interesantes, gente con oficio, alumnos de talleres; también, todo hay que decirlo, bisoñez, porque algunas/os de sus autores no han traspasado la barrera que separa un diario privado de un relato y, además, aún no han vivido lo suficiente para que sus vidas tenga demasiado interés, pero como he dicho más de una vez, el solo hecho de superar el vértigo del papel en blanco tiene su mérito.
Yo creo, por lo menos para mí, que el veredicto más difícil es el correspondiente a los apartados juvenil e infantil. Decía con ironía uno de los miembros del jurado que las chicas no sólo están permanentemente enamoradas, sino que además lo cuentan. Es cierto que abunda ese desamor tan propio de la adolescencia, pero no falta la crítica social y el despecho intergeneracional. Sin embargo, ¿qué cabe valorar en esos casos? Porque en los adultos hay menos dudas. No se puede pasar por alto una escritura pesada, en la que se adivina la figura literaria forzada, mucho menos los anacronismos, las faltas sintácticas u ortográficas, pero tampoco los lugares comunes, ese déjà vu que calca algo ya leído. Ahora bien, a un niño o niña de diez o doce años, ¿qué le puedes exigir? Detrás de un poema lleno de ripios, corto en vocabulario, puede haber una inocencia que fascina, y ante un relato que discurre por espacios y tiempos lejanos el esfuerzo de una imaginación que se descontrola. Uff! Qué responsabilidad cuando lo que se juega esa muchacha o chico que ha empezado a escribir es ver publicado el relato después de subir a un escenario a recoger un premio, algo que quizás le aliente a seguir por ese camino. Tengo entendido que anteriores ganadores/as juveniles ya son periodistas profesionales y han publicado su primer libro.
Así que menos mal que el equilibrio que dan seis jurados no precisa de un Henry Fonda dispuesto a jugarse el tipo por una decisión justa…
Uno de los casos más populares de jurado injusto fue el que, formado por doce blancos, condenó al boxeador Rubin “Hurricane” Carter a cadena perpetua en 1967, una decisión que fue anulada 18 años después tras un calvario de apelaciones. Bob Dylan le dedicó una de mis canciones preferidas en 1975.