domingo, 7 de abril de 2019

Testigos


TESTIGOS

De vez en cuando, principalmente los domingos, siguen recorriendo el barrio los Testigos de Jehová, normalmente en parejas, a veces en grupo. Se les identifica con facilidad porque visten como en las películas de los años setenta. Ellos con trajes de factura sencilla, con pinta de haberlos heredado de padre o hermano mayor; ellas con falda por debajo de la rodilla y gabardinas de colores pardos.


A veces les sorprendes merodeando los porteros automáticos con gesto semi clandestino, intentando aprovechar la entrada de un vecino para colarse en el inmueble a distribuir el “Atalaya”. No siempre fue así, porque antes era algo, solo algo más fácil acceder a los pisos.


Pues bien, en mi familia había una testigo de jehová. Vivía en uno de los “Nou barris” de Barcelona, y allí íbamos de cuando en cuando de “visita” siendo yo niño, una costumbre que se ha ido perdiendo. En al ambiente supremacista del nacional-catolicismo, ser testigo de jehová era ser una apestada, pero principalmente, hoy más, una ignorante. De modo que lo normal era cumplir la “visita” y burlarnos el resto del día de las “majaderías” que argüía.

Muchos años después volví a toparme con ellos. Había dejado de jugar a fútbol y el partido semanal de futbito no me llenaba, de modo que cuando Joan C. me invitó a compartir “pachanguitas” los fines de semana le dije que sí.

Tenía y tengo un gran aprecio por Joan C., no solo porque había sido mi primer compañero de pupitre, sino porque frecuentaba como yo el formidable chaflán del bar Oller. Por aquel entonces, primeros años ochenta del pasado siglo, sabía que trabajaba de ayudante de cámara con los mejores directores catalanes y creo que se ganaba bien la vida.
la maravillosa terraza del bar Oller en la actualidad

Ya en el primer partido noté que el grupo de amiguetes de Joan era un tanto peculiares. Además de ser de edades muy diferentes, pero principalmente jóvenes, únicamente jugaban entre ellos, rechazaban cualquier tipo de choque físico, no protestaban, algo difícil en el fútbol, y apenas celebraban los goles, fueran hacia uno u otro lado. A las dos citas ya supe que se trataba de un grupo de testigos de jehová y Joan, sin ningún tipo de proselitismo, me confesó que había dejado el cine porque solo le proponían películas eróticas contrarias a su moral. En el tiempo que duró mi relación con el grupo, más o menos un año, ni Joan ni nadie me habló o invitó a acto alguno relacionado con sus creencias, de modo que tengo un recuerdo positivo de aquellos chavales que hacían del fútbol un deporte de salón lleno de actitudes respetuosas, casi afectivas.

Vi a Joan por última vez a inicio de los años noventa. Yo ya vivía en Bilbao y me lo encontré casualmente cerca del Arco del Triunfo en una visita a Barcelona. No había vuelto al cine. Por entonces se dedicaba a vender telefonía móvil como se hacía entonces, pateando calles y dando el coñazo por las casas. Era evidente que andaba mal económicamente pero parecía seguir firme en sus creencias.

Por razones profesionales volví a saber de los testigos de jehová resolviendo jubilaciones de personas afectadas por la amnistía de 1977. Mucho antes de que la objeción de conciencia se propagara, los testigos de jehová se comían un montón de años de cárcel porque se negaban a empuñar un arma, así que nadie podía ni puede darles lecciones de pacifismo...

También he leído hace unas semanas que una chica joven pero mayor de edad rechazaba una transfusión de sangre por ser testigo de jehová, una cuestión, la del “fanatismo religioso”, que desarrolla mi admirado Ian McEwan en uno de los últimos libros, “La ley del menor”, pero al revisar mi relación con esa gente que se pasa los domingos intentando colarse en los inmuebles para ganar adeptos a cambio de la vida eterna, he de decir que no me parece ni peor ni mejor que la que haya podido tener con maoístas, católicos o ultraliberales, cada uno con su fanatismo a cuestas, pero sobre todo, con su incoherencia, algo que nunca pude reprochar a mi amigo Joan C. ni a aquella banda de extraños futbolistas en todo el tiempo que les traté.


Como quería compartir a la maravillosa Bettye Lavette desde hace tiempo y no se me ocurría nada sobre testigos, he aquí esta versión de una canción que Robert Plant (Leed Zepelin) dedicó a un hijo que falleció a los cinco años de edad, "All my love", que ella revaloriza significativamente.