martes, 30 de septiembre de 2025

Petanca

PETANCA

(penúltimo relato corto/deportivo)



Tras el último golpe vio el cuello del chaval doblado como el de un muñeco y sus ojos oscuros mirando al infinito. Antes se había oído gritar a sí mismo, ¡Maldito moro!, y el sonido a nuez cascada de la bola en el cráneo del muchacho.

Sus padres le regalaron su primer juego de petanca el verano de 1978, cuando fueron a Narbonne a ver a un amigo de la familia que había recalado allí. Recuerda con precisión aquel verano pese a que solo tenía cinco años porque fue la primera y última vez que vio a aquel hombre, alguien del que la familia hablaba con un raro remilgo, solo porque compartía vivienda con una persona del mismo sexo. Cuando recordaba aquellas imágenes en un sepia absurdo, también oía la música que su padre asignaba a la ciudad, la que Charles Trenet, vecino de la villa y amigo de aquella extraña pareja había compuesto yendo en tren camino de la costa. Una canción que decía así: La mer, qu′on voit danser le long des golfes clairs a des reflets d'argent. La mer, des reflets changeants sous la pluie.(*)

En cuanto al regalo, era un juego de plástico con agarradera que contenía ocho bolas del mismo material con los colores del parchís y un pequeño boliche blanco.

Ahora bajaba una vez a la semana a unas pistas cercanas al club náutico con un compañero de trabajo. Jugaban media docena de partidas con bolas metálicas a 100 euros la esfera y se tomaban un par de jarras de tinto de verano en la única taberna vieja que quedaba en la zona del puerto 

Por los alrededores pululaban grupos de adolescentes, principalmente magrebíes. Algunos jugaban a voleiplaya, hacían ejercicio, también fumaban porros, bromeaban o se metían con las chicas de su edad. Entre ese grupo de chavales había algún que otro descuidero, práctica de toda la vida en lugares concurridos. Se apostaban en el murete que daba a la playa y cuando veían alguna presa fácil saltaban a la arena y en el momento más propicio se llevaban un móvil, un monedero o un reloj y salían pitando.

Él tenía un puntito violento, no cabe duda. No le gustaba perder ni tampoco las bromas porque le parecía que le tomaban el pelo, así que tenía un historial de pequeñas broncas y media docena de puntos en una ceja. Esa tarde estaba caliente. Su pareja de petanca no había tenido su día y estaba quemadete, de modo que cuando vio a los dos chavales corriendo y a una mujer gritando que la habían robado no se lo pensó, cogió una bola y se fue tras ellos. Uno de los chicos tuvo la mala suerte de tropezar y caer al suelo, porque su perseguidor se le echó encima, le empezó a golpear con la bola metálica y no paró hasta que oyó el crujido del cráneo y se dio cuenta de que estaba muerto.


(*) ”El mar, que danza a lo largo de los golfos cristalinos tiene reflejos de plata. El mar, con reflejos cambiantes bajo la lluvia”.



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