lunes, 22 de abril de 2013


CICATRICES

Es casi un tópico literario hablar de las cicatrices que te va dejando la vida, pero ¡ostras!, cuando uno llega a cierta edad es que es verdad. No me refiero a las cicatrices metafóricas, sino a los costurones con sus puntitos a uno y otro lado de la herida, con el buen o mal acabado que le dio el médico de urgencias.

Tengo una pequeña cicatriz en la parte posterior del muslo derecho, cerca de la rodilla. Me la hizo un compi de los maristas de Barcelona cuando tenía siete u ocho años. El capullo me rajó la piel con la hebilla de una de sus sandalias. Aunque el corte fue relativamente profundo, el fraile encargado de la enfermería no consideró conveniente cosérmela.

Un sábado por la noche de mis diecinueve años me senté de paquete en la bultaco de uno de mis mejores amigos con la esperanza de comernos el mundo y acabé en el Perecamps. No se me ocurrió otra cosa que meter el tobillo en los radios de la rueda trasera. Un médico en prácticas salvó mi tendón de Aquiles y una “prometedora” carrera futbolística con diecisiete puntos de factura desigual. A veces, cuando cambia el tiempo, aún siento un débil cosquilleo en la costura.

Hace unos cinco años, cepillando el suelo de la terraza de casa como todos los años cuando se acerca el verano, me rajé el dedo pulgar con el trozo cortante de una maceta rota. Es la última de mis cicatrices físicas, constatables, las que sirven para identificar el cadáver de un desconocido y solo un forense meticuloso puede descubrir.

Así que es verdad. Las cicatrices del cuerpo son, además de accidentes orográficos, hojas de un calendario íntimo: en la infancia fue el juego; en la adolescencia, la fiesta; en la madurez, mantener la propiedad.