CICATRICES
Es casi un tópico literario hablar de las cicatrices que te va dejando la
vida, pero ¡ostras!, cuando uno llega a cierta edad es que es verdad. No me
refiero a las cicatrices metafóricas, sino a los costurones con sus puntitos a
uno y otro lado de la herida, con el buen o mal acabado que le dio el médico de
urgencias.
Tengo una pequeña cicatriz en la parte posterior del muslo derecho, cerca
de la rodilla. Me la hizo un compi de los maristas de Barcelona cuando tenía
siete u ocho años. El capullo me rajó la piel con la hebilla de una de sus
sandalias. Aunque el corte fue relativamente profundo, el fraile encargado de
la enfermería no consideró conveniente cosérmela.
Un sábado por la noche de mis diecinueve años me senté de paquete en la
bultaco de uno de mis mejores amigos con la esperanza de comernos el mundo y
acabé en el Perecamps. No se me ocurrió otra cosa que meter el tobillo en los
radios de la rueda trasera. Un médico en prácticas salvó mi tendón de Aquiles y
una “prometedora” carrera futbolística con diecisiete puntos de factura
desigual. A veces, cuando cambia el tiempo, aún siento un débil cosquilleo en
la costura.
Hace unos cinco años, cepillando el suelo de la terraza de casa como todos
los años cuando se acerca el verano, me rajé el dedo pulgar con el trozo
cortante de una maceta rota. Es la última de mis cicatrices físicas,
constatables, las que sirven para identificar el cadáver de un desconocido y
solo un forense meticuloso puede descubrir.
Así que es verdad. Las cicatrices del cuerpo son, además de accidentes
orográficos, hojas de un calendario íntimo: en la infancia fue el juego; en la
adolescencia, la fiesta; en la madurez, mantener la propiedad.