A raíz de la visión de "Los que se quedan", hermosa película destinada a convertirse en clásico de navidad, y de "El 47", epopeya vecinal del barrio Torre Baró de Barcelona, me acordé de la pipa, no la de girasol, sino del instrumento que en tiempos pretéritos, los alter ego de Giamatti y Fernández en los setenta del pasado siglo, se usaba para fumar.
No es que fumar en pipa te permitiera completar la lectura del "Ulises"de Joyce o entender "Materialismo y empirocriticismo" de Lenin, pero quienes alguna vez probamos un artefacto que había que re-encender repetidamente, pensábamos que ello te dotaba de un plus cultural, como cuando en los exámenes metías algún latinajo, cita o barbarismo sin venir a cuento, para ver si colaba y pasabas del aprobado justo. Confieso que a mí no me duró mucho la experiencia, creo que un par de pipas que, como es obvio, no conservo.
Ya nadie fuma en pipa, salvo que se trate de algún rito narcótico e imagino que los jóvenes no entenderán expresiones ligadas a ese objeto: estoy que fumo en pipa o fumemos la pipa de la paz. Hace tantos años que dejó su sitio entre la parafernalia personal que el último usuario conocido, un compañero, técnico de la administración, tenía el apodo de "el pipas", si bien creo que también abandonó la costumbre hace unos años.
La pipa tenía un ritual previo que parecía el preámbulo de un gran acontecimiento. Había que elegir el tabaco apropiado, en mi época el dulzón y aromático Amsterdam, que leo aún existe, y prensarlo con cuidado en la cazoleta. Cánula y boquilla habrían sido limpiadas previamente con una especie de escobilla para eliminar los restos de nicotina, y solo en ese momento se podía encender el contenido con cuidado de no quemarte con el mechero.
Supongo que su prestigio venía dado por los hombres que la popularizaron, Henry Miller, Bertrand Russell, Jean Paul Sartre, célebres intelectuales de su época dorada, mediados del siglo XX. No en vano y años antes Valle Inclán había dedicado un poema a la "pipa del kif", con esos versos que describe que "en mi pipa el humo da su grito azul, mi sangre gozosa claridad asiste si quemo la verde yerba de Estambul."
Al no recordar a ninguna mujer fumadora de pipa he recurrido a internet y solo he reconocido a Margarita Landi, la llamada "dama del crimen", por su larga producción de noticia negra en El Caso e Interviú. Imagino que la afición le venía de otro celebre fumador del mundo policiaco, en este caso ficticio, Sherlock Holmes. Pero si hay un personaje para el que la pipa era un apéndice físico ese era el gran Jacques Tati, de quien he seleccionado el entrañable trailer de "Mon oncle" (Mi tío).
Nota: leo alarmado que las cazoletas solían estar aisladas con amianto, riesgo añadido al mero hábito de fumar, todo tan lejos del temerario reclamo de Sara Montiel: fumar es un placer genial, sensual...
La búsqueda de hiperrentabilidad del espacio mengua e incluso está acabando en muchos casos con los vestíbulos, superficies de supuesta holganza que surgieron seguramente como una forma de ostentación, pero también, sobre todo en el siglo XX, de una cierta socialización de lo funcional, superficie dedicada a la distribución del personal a modo de rotondas avant la lettre y una suerte de trailer comercial.
el Windsor Palace
El de los maristas de Barcelona, revestido de madera, con los "cuadros de honor" de los alumnos aplicados colgando en sus paredes olía a la pegadolça (extracto de regaliz en catalán) que, se decía, el hermano administrador usaba para engatusar a las víctimas que magreaba tras los cristales opacos de su despacho. Por la mañana era un tránsito rápido, pero a la hora de salir, después de casi diez horas de clase, comida y permanencia, era el lugar de espera de las madres, que venían a rescatarnos de un mundo que solo se fue alumbrando a medida que se acercaba la adolescencia.
De esa misma época data alguna visita al vestíbulo de cine más lujoso del momento, el del Windsor Palace de Barcelona, entonces en la zona intermedia de la Diagonal. Como solo he encontrado la bellísima foto exterior que acompaño he tenido que tirar de memoria y creo recordar un juego de espejos con los marcos dorados y un alfombrado por el que pasearon Louis Amstrong y Lionel Hampton, porque el Windsor, además de tener bar, restaurante e incluso night club, alternaba el cine con actuaciones de jazz.
Se dice que en el poco tiempo que duró era, quizás con el Coliseum, el cine más espectacular de la ciudad, pero todas las salas, fuera más grande o más pequeño, tenían un vestíbulo al que podías acceder a ver los cartones con fotogramas de las películas en cartel, también los de próximos estrenos y reestrenos. En las tardes lluviosas pasear por el vestíbulo de las numerosos cines de barrio era una alternativa socorrida, algo que François Truffaut inmortalizó en una bella secuencia de "Los 400 golpes", un retrato/homenaje a la patria de la infancia que surtió de debate social a los cineclubs en las décadas de los sesenta y setenta del pasado siglo.
Algunas casas pudientes también albergaban entradas pomposas, que el portero o portera cuidaba luciendo latones y terrazos. Pero eso sí que está en franca decadencia, porque los pudientes ya no viven en inmuebles de pisos, y estos se dedican cada vez más a oficinas que han cambiado la portería manual por la automática y, en todo caso, por un vigilante de seguridad. En los pisos existía el recibidor, normalmente una pequeña entradita con mueble de estilo que, según el humorista Gila, servía para saludar y oler a las visitas.
Estación de Francia de BCN
Quiero acabar con dos de mis vestíbulos preferidos. Uno que creo haber nombrado alguna vez, el vestíbulo de la Estación de Francia de Barcelona, que conserva en buen estado una majestuosidad casi versallesca. Diseñado por el arquitecto Durán i Reynals, también famoso por desgraciar una obra de Domènech i Montaner (no es versalles todo lo que reluce), tiene además el valor sentimental de haberlo frecuentado esperando la llegada en tren de dos de mis abuelos.
Vestíbulo del Euskalduna
El segundo es relativamente reciente, como desmintiendo su desaparición, y aunque como distribuidor es un tanto confuso me encanta su aspecto de palmeral, y en los recibidores superiores las incrustaciones acristaladas del suelo que dibujan figuras rupestres: me refiero al vestíbulo del palacio Euskalduna de Bilbao, obra de los arquitectos Soriano y Palacios, dos desconocidos cuando ganaron el concurso para su construcción, en un momento, además, en el que Bilbao solo se revestía de firmas consagradas.
Como llevamos unos blogs con antiguallas musicales, un grupo tan solo veterano que ha estado hace poco por la península, Kasabian, con pop de estribillo pegadizo, ideal para canción del verano: "Coming back to my good".
Mi nieto mayor y yo estamos convencidos, sin demasiada base científica, todo hay que decirlo, de que la mosca es el animal doméstico más tonto. Le abres la ventana para que escape por la bocana libre y acaba chocando una y otra vez con el muro de cristal. Al hilo de esa reflexión le mostré a mi nieto la técnica que la gente de campo tiene para acabar con las moscas “inevitables golosas”, que cantara Machado: esperar con la mano a pillarlas en su inconsciente huida hacia delante.
Esta pequeña introducción sirva para decir que a mi nieto no le gustó la idea de capturarla. “Tendrá ama y aita y la echarán de menos”, me dijo, algo que me recordó a mi padre reprendiéndonos a mi hermano y a mí por pisar o incordiar a una hilera de hormigas cuando éramos niños.
Las moscas nunca han estado de moda. Forman parte de la tradición e incluso de la cultura peninsular, pero en su calidad de seres vulgares, pertinaces, revoltosos, “que ni labráis como abejas, ni brilláis cual mariposas”. De nuevo Machado.
Mejor imagen tiene el toro bravo, sea como imagen de Osborne o res para la lidia, algo que una parte de la sociedad considera un arte, el de Cúchares, apodo de Francisco Arjona Herrera. Este torero desarrolló el pase de muleta y alargó la faena, un eufemismo que define el periodo de sangría que media entre la entrada del toro en el coso y su muerte por estocada y/o descabello.
Grupo de jóvenes y niños en la escuela "El Yiyo"
Si Cúchares, niño huérfano en la Sevilla de primeros del siglo XIX, fue alumno aventajado de la Escuela de Tauromaquia fundada por el inefable Fernando VII, el arrebato de los taurinos a que el Ministerio de Cultura les quite privilegios reabre escuelas, como la del “Yiyo”, en Madrid, bajo la divisa de “escuela de valores y de vida”, y alienta nuevas subvenciones en las comunidades gobernadas por las derechas. Siempre en vanguardia de la España cañí, la misma Comunidad de Madrid ha creado una Dirección General de Asuntos Taurinos, con matador de jefe y una pasta de ingresos fijos.
Y es que los estudiosos del tema hablan de hasta 500 millones en ayudas indirectas a las ganaderías a través, ¡sorpresa!, del Plan Agrario Común (PAC) europeo, y directas a la tauromaquia de más de 10 kilos. Hay que subrayar que uno de los ex responsables del PAC, el ex ministro de Agricultura Arias Cañete, está casado con una Domecq, familia de raigambre taurina.
En lo que respecta al debate cultural hay que aceptar que la tauromaquia sí tiene un itinerario más o menos ligado a la cultura, incluso un lenguaje atractivo a la literatura y el periodismo: suerte de varas, chicuelina, rejón, montera, monosabio... Muchos intelectuales de signo y épocas diversas han sentido fascinación por ese léxico y un universo conceptual de bravura, valentía, temeridad, sacando chispas artísticas y literarias a la peculiariedad de una “fiesta” que ahora leo se remonta a la era del bronce, cuando jóvenes gimnastas de Creta y Tesalia hacían acrobacias apoyándose en los cuernos de toros bravos.
Picasso taurino
Goya o Picasso han dejado numerosos grabados sobre el asunto, y en el caso del primero hasta un modelo de vestimenta, la goyesca, que aún se utiliza en los festejos de la corte. Con un par de capotazos mirando al tendido los taurinos de derechas se han hecho lorquianos de repente, al recordar el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” que Lorca dedicó al mecenas de la Generación del 27. Y es que el torero, él mismo escritor aficionado, auspició el homenaje a Góngora que forjó la existencia del grupo literario. Omiten, eso sí, que el poeta no era demasiado aficionado al arte de Cúchares y que fue asesinado junto a dos banderilleros anarquistas, Arcollas y Galadí.
Creo que este hecho, quizás también el contenido popular y de clase de la torería hasta casi finales del siglo XX, fomentó el acercamiento de intelectuales de izquierdas al fenómeno taurino. A la fascinación que produce el animal se une el hecho de que las cuadrillas estaban compuestas de jóvenes que huían de la miseria rural y se dirigían a las plazas ciudadanas en busca de fama y modus vivendi, algo que empieza a torcerse cuando el papel cuché da portadas a la boda de toreros con cantantes, actrices, incluso aristócratas, y la tauromaquia, salvo excepciones, pasa a ser un mundo endogámico, de sagas de señoritos que torean cuadrúpedos afeitados. Esta doble realidad, la de chavales que torean furtivamente en las dehesas y llegan a la ciudad con un hatillo y una muleta de avellano, y la de los toreros que triunfan y casan con tonadilleras, ha sido ampliamente reflejada en el cine, pudiéndose hablar incluso de género taurino: desde “Los golfos” o “Jamón, jamón” a “Manolete” o “Aprendiendo a morir”, pasando por “El último cuplé” o la maravillosa serie “Juncal”, con un Rabal en estado de gracia.
La gente de mi edad no es ajena al mundo de la tauromaquia. Asocio algunos veranos de infancia y adolescencia a la conexión que la única televisión del régimen establecía con las plazas de Pamplona o San Sebastián a las “cinco de la tarde”, como repite el poema lorquiano, quien sabe si porque la primera era un coso ligado al “alzamiento”, y el segundo el de la ciudad donde el dictador pasaba parte de los veranos. Tenía unos trece años cuando asistí por dos únicas veces a una corrida de toros. Un familiar que trabajaba en el ayuntamiento de Barcelona había conseguido varias entradas, ni más ni menos que para ver al torero del momento, Manuel Benítez, “El Cordobés”. El caso es que, pese a lo mayúsculo del cartel, apenas hubo media entrada, en gran parte de guiris que llegaban en autocares de destinos playeros. Sirva este ejemplo sesentero para destacar la indiferencia de la ciudad hacia la fiesta nacional, algo que se ha ido extendiendo a lo largo de la “piel de toro” hasta nuestros días. Creo que sin subvenciones y premios onerosos la tauromaquia tendría los días contados.
Vuelvo a la inocencia de mi nieto, que ve en cualquier ser con vida a alguien que merece conservarla, aún inconsciente de que gran parte de cuanto comemos es sacrificado para que seamos nosotros quienes sobrevivamos. Pero no es un mal principio. Seguramente quienes no tienen ese impulso primario de empatía disfruten con el salpicadero de sangre que es la llamada “fiesta nacional” y deseen que haya jóvenes, mejor si son de las castas inferiores, que aprendan a jugarse la vida ante un morlaco de 500 kilos a beneficio de un espectáculo lleno de sadismo.
Hay mucha música y canción dedicada al “arte de Cúchares”, pero entre que es un tanto casposa y que por el camino se me ha cruzado este pedazo de versión del “Sultans of swing” de Dire Straits con Pedro Javier González (habitual con El último de la fila, Manolo García, Serrat y tantos otrísimos, además de una decena de proyectos propios) y un grupo de colegas (Tommy Emmanuel y Jhon Jorgenson), me he dejado llevar…
Hace unos días, hablándole a mi nieto mayor de juegos de infancia, me di cuenta de la paulatina desaparición del botón. Fue a cuenta de la colección de chapas, "iturris" en la zona de Bilbao, que él ha empezado hace unas semanas.
Yo también recuerdo haber recolectado un puñado de chapas, pero sin demasiado futuro ni consistencia. El botón era otra cosa. Antes de cumplir los diez años ya había completado con mi hermano una docena de partidos de la máxima, de modo que cuando en nuestra vida se cruzó un grupo de colegas de barrio aficionados al botonaje, compramos una copa de latón a escote e iniciamos un campeonato que yo mismo acabaría ganando en campo ajeno. ¿Campo ajeno? El campo no era especial, sino la primera mesa que se nos dejara pillar, y ajeno porque en casa la cancha era el suelo de baldosa; ¡no iba a dejar mi madre que le destrozaramos la del comedor…!
Para jugar no servía cualquier tipo de botón. Como pelota uno pequeño de cuello o puño de camisa y para el juego de campo, de tamaño medio y un lado plano. La medida del cancerbero requería una botonadura de gabán, cuanto más ancha y alta más inexpugnable.
Lo entonces tan sencillo como recurrir a la caja de costura de casa, donde los botones se agrupaban por tamaño y color, ahora entraña cierta dificultad. Impuesta la cremallera, el velcro y el corchete como modos de cierre, creo que hoy sería difícil alinear un once de cierta calidad competitiva. También menguan las mercerías, exposiciones coloristas de hilados y madejas, y donde sobreviven, recuerdo dos desaparecidas cerca de casa, imagino al botón algo arrumbado, probablemente encarecido. Pese a todo o por esa razón aún sobrevivan 1.200 talleres o fábricas de botones a lo largo de la península y por lo que veo en internet el fútbol botonero, eso sí, con canchas más apropiadas que el suelo de baldosa y una mesa de comedor.
Aunque hay muestras hechas con conchas de moluscos con una antigüedad de más de 4.000 años, el botón con ojal, el que nosotros conocemos y usamos, nace y se desarrolla a partir de la Edad Media. Leo que estos pueden clasificarse por el material de confección, madera, metal, hueso, cerámica, plástico; por su tipología, de ojal, remache, giro, presilla; y entre las curiosidades que esa secta curiosa de la américa profunda, los amish, no los usa porque lo asocia a lo militar. Como es evidente nuestros mejores jugadores eran de plástico, ni muy ligero ni muy pesado, y tampoco, salvo el portero, demasiado gruesos.
Como en toda vestimenta el botón era/es a menudo muestra de ostentación. No sé si de ahí viene eso de “para muestra un botón”, pero lo cierto es que los botones de concha, nácar, y no digamos de metales o piedras más o menos preciosas dan un valor añadido a la prenda. Ello no contradice que el sustantivo “botones” se use para citar a los mozos de equipaje de los hoteles de prestigio, que normalmente y todavía cierran sus levitas con botonadura metálica y cruzada.
Ese valor añadido es el epicentro de “La guerra de los botones”, novela escrita por Louis Pergaud (Belmont-Francia 1882-1915) y ya con tres versiones cinematográficas desde 1962. Se trata de un film entrañable para mi generación, ya que además de dar protagonismo a chavales de nuestra edad contenía palabrería malsonante para el momento y creo recordar que incluso la aparición de algún “calvo/culo”, algo que inevitablemente provocaba la hilaridad del anfiteatro. En ella, los botones capturados al enemigo son, como es obvio, el tesoro a conseguir por los chavales de dos pueblos rivales.
Valga este blog nostálgico para mi amigo Toni, porque en el altillo de la pollería que regentaba Rosa, su madre, gané aquella primera copa. Y desde luego que para mi nieto Aiert. El mundo de la ilusión nunca se para.
No
he encontrado ninguna canción dedicada a la botonería, seguro que
haylas, así que me conformo con esta maravilla de video barcelonés
de La Pegatina con Macaco:
No hay sala de cine en derribo, superviviente o simplemente en venta que se libre de que la fotografíe, algo que se ha ido repitiendo a lo largo del blog con más o menos insistencia, ya que no se trata de una búsqueda sino solo de un tropiezo. Supongo que hay ahí algo de la mala conciencia de no defenderlas como se debe, es decir, asistiendo a ellas, o de asirnos a un mundo que desaparece más rápido de lo que nunca pensamos. En este último año han caído cuatro de los que luego hablaré, pero antes haré algún pequeño ejercicio de memoria.
Cuando yo era niño las salas de cines eran auténticos templos laicos, una especie de cara B o antítesis de las iglesias católicas. Ambas tenían su ceremonia, su ritual, pero si en unas te sumergías en una realidad telúrica, de un gris azulado apenas mitigado por las pinceladas de color que las vidrieras dejaban en los muros y columnas del recinto, en las salas de cine la luz provenía de la ventana a una realidad que nos hacía soñar en Technicolor.
cine Regio
No creo que de niño pasara más de una semana sin ir al cine a cualquiera de la decena de salas que había a otras tantas manzanas de casa. “Piperos”, como llamaba mi padre a los de poca monta, o con ínfulas de cine de estreno, categoría que no se daba en los barrios, salvo honrosas y bien situadas excepciones.
La memoria de los cines es también una memoria del aprendizaje de la vida, no solo por las películas que viéramos, aveces eso era hasta secundario, sino por nuestra actitud hacia y en ellos. De muy niño puedo recordar sesiones eternas con mi abuelo materno, dos películas, más NoDo y cortos de Jaimito, Charlot o Tom y Jerry. Me veo llevado de la mano a un mundo desconocido que luego me hará reír o sufrir pesadillas. Durante más de cuatro horas permaneceré quieto en la butaca. Algunos sábados incluso cenaremos el bocadillo de tortilla que mi madre haya preparado mientras aprendemos los nombres de los héroes y las estrellas de entonces.
el Versalles
Ir solo, quiero decir, sin la compañía de un familiar, era un salto cualitativo tan espectacular como llevar los primeros pantalones largos. En esa época adolescente la actitud hacia las salas de cine no era ajena al lío que uno tenía en la cabeza. Está la película de héroes, a poder ser de guerra todavía, o esa otra en la que dicen apenas se ve una tetilla. Vas con alguna chica y es un lugar fantástico para pegarte los primeros lotes. También está el amigo de tu hermano mayor, que habla de películas extrañas, con subtítulos. Algunas tardes te acercas con la pandilla al cine más pipero del barrio. Por cinco pesetas puedes hacer el gamberro durante toda la tarde. Más tarde, cuando vayas a la universidad, no faltarás a los cine clubs, espacios curiosamente libres donde se habla mal del régimen. Pero de entre los momentos mágicos de esa época de inmadurez, quizás también de la época dorada del cine, me quedo con el baile que varias filas de chavales emprendemos en el intermedio de un sala de cine colegial cuando suena el “With a girl like you” de los Troggs, una irreverencia impensable en los templos religiosos.
Las salas de cine eran tan majestuosas que hoy día, salvo que su derribo permita construir en vertical, se hace difícil la recuperación de su espacio para otros menesteres. Algunas, las más afortunadas, se han reconvertido en pequeños multicines que sobreviven como pueden frente a la invasión de las plataformas audiovisuales, otras son garajes o supermercados profundos, pero muchas de ellas, como dos de las que reproduzco, llevan años en venta, como ruinas de viejos conventos o ermitas que nadie quiere.
Para volver al principio un repaso a las últimas adquisiciones fotográficas: el cine Arinco, de Palamós, al que asistí de niño/adolescente, sigue vivo, aunque convertido en multicine; inaugurado en 1943 y cerrado en 1989 el cine Regio, de Tudela, una monstruosidad diseñada por Víctor Eúsa, arquitecto estrella del régimen franquista en Navarra, se vende en la actualidad por 1,5 millón de euros; más reciente es el cine Versalles, también en Tudela e igualmente en venta, que veo en internet hospedó al cine-club Muskaria y por lo menos estuvo abierto hasta 2001; en cuanto al Phenomena de Barcelona, aunque con otro nombre, cine Nápoles, era uno de los cines de mi infancia y adolescencia. También sobrevive, dicen que remodelado con las más avanzadas técnicas de imagen y sonido.
No sé por cuanto tiempo, pero continuará...
Y de acompañamiento musical, cómo no acabar con el “With a girl like you”...
Hasta que he empezado a redactar este blog, la broma sobre el obispo de Colofón era un clásico personal sustentado en un supuesto equívoco. El caso es que el obispo visitaba todos los años el colegio marista en el que me educaron a tiempo parcial para “confirmar” la pertenencia a la iglesia católica de sus alumnos con una media hostia, una función que yo consideraba un tanto baldía. Pero lo más resaltable es que me parecía insólito que el ilustrísimo viniera de tan remotas tierras, que yo, por analogía fonética con su capital (Colombo), ubicaba en Ceilán, la actual Sri Lanka, y en ese equívoco, que confundía un lugar con la función del religioso, ser colofón, cierre y epílogo de un ritual, residía la anécdota.
Pues bien, ahora he sabido que el obispo Maties Solà i Farell (1884-1973), que así se llamaba, no era obispo de Ceilán, pero tampoco de cierre o colofón con minúscula inicial, sino de Colofón con mayúscula, localidad cercana a Esmirna y a la costa turca. Así fue consagrado en 1930.
La mágica Wikipedia me ha conducido a saber algo de la vida azarosa del “obispo de las confirmaciones”, como también era conocido en Barcelona, pero principalmente a desentrañar el error. Capuchino, misionero en México y Nicaragua, vuelve a Catalunya en 1942 y desarrolla una actividad ferviente entre la que destacará su apoyo a la mítica “capuchinada”, encierro de más de 500 estudiantes, profesores e intelectuales convocado por el ilegal Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona en marzo de 1966.
Eso sí, también me han quedado dudas que no he podido despejar: sigo sin saber qué pintaba en Barcelona el obispo de una lejana localidad ubicada cerca del Egeo y me produce extrañeza que su carácter evangélico, parece que heterodoxo, conviviera con el de su “jefe” superior, el titular Modrego, vicario general castrense y procurador en Cortes en la dictadura. Otra curiosidad: el primer destino del tal Modrego fue Azenai, otra ciudad turca. Según parece, en asunto de obispados Turquía debía ser como Panamá o Liberia para los barcos, bandera de conveniencia.
A fuer de lo anterior queda desmentido el equívoco arrastrado durante sesenta años y confirmada la entidad del obispo de Colofón, pero el oficio secundario de Modrego, “procurador” me viene de madre para entrar en un extraño oficio que también considero un tanto inane: me refiero a “procurador de los tribunales”, porque lo de procurador franquista creo que queda claro.
La función teórica de los procuradores (de “procurar”, verbo de significado ambiguo y poco ejecutivo) es servir de multi - intermediario, advertencia de plazos, etcétera, algo que pienso, y pese a la inmensa burocracia de los procedimientos judiciales, debería estar obsoleto en un mundo digitalizado. Mi experiencia es que los/as procuradoras/es son acompañantes, casi utilleros en lenguaje deportivo, licenciados en derecho, porque así se les exige, que llevan los útiles, es decir, carpetas con papeles y notificaciones que el abogado, el centrocampista, debe desplegar en el campo de juego. Leo que la figura está descendiendo, ya que no es preceptiva en muchos procedimientos, algo que me consuela y sin duda aliviará los gastos de los litigantes.
Para redondear lo de los colofones y procuradores traigo otra figura en descenso, valga el conato de oxímoron, la de ascensorista. La última vez que vi un ascensorista fue en un hotel de Colombia hace ya más de veinte años. Tenía un pequeño asiento en el interior, del que se levantaba para darnos paso y preguntar el piso al que nos dirigíamos. Su trabajo consistía en darle al botón correcto y repetir muy cortésmente “con mucho gusto”, mientras subía, bajaba o esperaba aburrido en el banquito. Su estampa me recordó que antaño en los edificios de postín, principalmente en los administrativos, había ascensoristas uniformados, como en las películas americanas. De uniforme recuerdo a Cantinflas en una de las películas que tuvieron más éxito por aquí, “Sube y baja”, y a la candorosa, bellísima Shirley MacLaine en la que para muchos es la mejor película de la historia del cine, “El apartamento”. Como mi abuelo materno solía decir que cuando yo era niño tenía trazas de obispo, me dan ganas de ponerme el traje de luces y dar la “confirmación” honorífica a Billy Wilder, eso sí, sin la media hostia que nos daba el de Colofón. Amén.
Luis Pastor,
compañero de generación y habitual del blog, sacó el año pasado un disco
crepuscular pero nada baldío con varias colaboraciones, entre ellas
esta de Javier Ruibal sobre un poema de Mario Benedetti: “No te
salves”.
Solo a mediados de los años setenta, después de ver “La trama” y tras una conversación absorta con un cinéfilo, descubrí que esa no era la primera película en color de Alfred Hitchock.
Era la consecuencia de conocer la obra de los clásicos en las viejas y pesadas televisiones de las décadas anteriores, con una tecnología que solo permitía su reproducción en blanco y negro. Pero no todo fue malo. Eso ocurría porque, pese a ser tiempos de censura, la televisión única ofrecía ciclos de directores y actores de épocas anteriores.
La calidad de las pelis que dan en la tele ha decaído en paralelo a la de sus programas y protagonistas. Solo algunos canales de pago nos permiten ver paquetes de interés, aunque casi siempre incompletos y repetitivos, obviando gran parte de la filmografía del homenajeado.
También muy de cuando en cuando, zapeando y por pura casualidad, descubres alguna pequeña joya. Hace poco “Mother”, una obra del oscarizado Bong Joon-ho antes de saber quién era y degustar la espléndida “Parásitos”.
Como todo peliculero me gusta saber que tal director o actor, de los que me ha parecido descubrir aspectos positivos, acaban siendo figuras reconocidas por los críticos. También coincidir con un erudito. Hace unos meses me dio un enorme subidón oír decir al compositor Fernando Velázquez, con varios Goyas en sus vitrinas, que la mejor banda sonora que conocía era el plano secuencia de la llegada a Dunquerque de “Expiación”(Oscar a la mejor banda sonora 2007), algo que, con la venia de Tarantino y desde luego que Stanley Donen, vengo defendiendo desde hace años.
Entre la morralla, que a veces sirve apara adormecerte, para confirmar lo fantasmas que son los yanquis cuando se les va la mano, la cantidad de mierda que se filma y proyecta, puede haber sorpresas, un acierto, un apunte, simplemente un detalle que te hace atender las imágenes que surgen de la caja tonta. Así que voy a hablar de dos pelis de tele, esos productos de segunda fila que tienen ese “noséqué”.
Aunque no sea una obra maestra solo la escena inicial de “Tres fugitivos” (Francis Veber – 1989) merece reconocimiento. Versión norteamericana de “Los fugitivos”, del mismo director, repite con exactitud sus escenas más hilarantes, aunque con un nuevo personaje, la hija del frustrado ladrón, interpretado por un notable secundario, Martin Short. El actor principal es mi venerado Nick Nolte, a quien sus diversas adicciones han impedido darnos más alegrías.
La otra peli que me descubrió la tele entre zapeos es otra comedia, en este caso negra, “Un funeral de muerte” (2007). Dirigida por el actor y director Franck Oz, es una gamberrada que pone patas arriba la corrección británica. El reventador principal de un funeral que se prometía dentro de los cánones es Peter Dinklage, el Lannister de “Juego de tronos”. Me hubiera gustado encontrar alguna de las escenas más graciosas pero debo conformarme con el trailer oficial.
Así que nunca es tarde para descubrirlas. Creo que no es difícil encontrarlas husmeando en las redes o, en el peor de los casos, estar al loro para cazarla entre la aburrida programación de alguna cadena. No prometo exclamaciones pero sí divertimento.
He
descubierto que podría pertenecer a la tribu de los cebras hace muy poco, en
concreto en el último film de François Ozon, un cineasta que sigo
por su capacidad analítica y de creación de dilemas morales.
En
“Gracias a Dios”, aconsejable incursión en el universo de los
abusos sexuales en el seno de la iglesia católica, uno de las
víctimas es un cebra. Tengo que subrayar que una de las mejores
virtudes de la película es la gama de “abusados”, que van desde
un ultracatólico, precisamente el que inicia el proceso de denuncia,
a un medio anarquista ateo, pasando por el cebra, curiosamente el
personaje más marginal y fracasado.
Pues
bien, la tribu de los cebras la forman las personas con coeficiente intelectual superior a 130. La verdad es que nunca me había puesto a pensar
en ello, seguramente porque tampoco he logrado mostrar esas
supuestas capacidades. De hecho mi familia se ríe sospechosamente cuando hablamos de ello. Me considero, eso sí, un mediocre excelente (qué oxímoron…) y ha sido a raíz de conocer el palabro que me ha
dado por bucear en él y también, por qué no, en ver si algunas
cosas de mi vida pudieran tener explicación en esa hipótesis.
Mientras
cursaba cuarto curso de bachillerato fui valorado por un departamento
de psicometría con un coeficiente intelectual de 145. Con
independencia de la más que discutible validez de ese tipo de test, y a la vista de mi curriculum, he pensado más de
una vez que se trató de un traspapele que me adjudicó la inteligencia de J.Q o M.C, los más brillantes de mis compas de colegio. Pero si no fue así, mi evolución posterior es un caso evidente de desescalada cognitiva, en la línea del título de un libro de Rafael Alberti: "Yo era un tonto y todo lo que he visto me han hecho dos tontos".
En cualquier caso, aquella valoración excelsa y discutible no impidió que al año siguiente batiera el récord del centro, al ser expulsado de clase por todos los profesores excepto el de gimnasia, la única disciplina en la que aspiraba a sacar matrícula (tengo entendido que una década después lo batió un tal Laporta, que llegó y quiere volver a ser presidente del Barça). Especialmente duro fue el castigo del fraile tutor: una semana desterrado y un cero en religión por comer maíces tostados durante el rosario, un “terrible” pecado del que, como es obvio, ni me arrepentí ni me arrepiento. Creo que el hecho de tener retentiva,
que no memoria, sí me sirvió para salir airoso del reto, porque
saqué un 10 en el examen trimestral y me libré de volver en
setiembre.
Ni
hasta entonces ni en el tiempo que siguió fui un estudiante
excepcional. Solo obtuve dos matrículas en todo el bachillerato y mi
puesto entre la media de 42 alumnos que embutíamos las aulas del
colegio marista era un diente de sierra que me llevaba de ser el
primero de la clase al veintitantos de una quincena a otra. No quiero
pasar por alto que yo, como una buena parte de mis compañeros, también
sufrí abusos: en segundo de bachillerato, con solo once años de
edad, un cura salvaje me apalizó por “hacer gestos”, en ese caso
encoger los hombros, otra terrible herejía. Recuerdo como una de las
mayores heroicidades de mi vida haber conseguido mantener el tipo y
las lágrimas en tan sórdida ocasión.
Se
dice de los cebras que son “hiper” casi todo, hipersensibles,
hiperestimulados, hiperestesiados, hiperidealistas, hiperjustos…,
pero también es habitual que no acaben por conseguir su sitio en el
mundo. No sé en cuál de esos “hiper” podría llegar a ubicarme, pero sí me
reconozco en dos de sus características: la dificultad de compaginar una cierta capacidad de concentración, o de abstra/distracción, con la necesidad de frenar la cabeza,
algo que siempre me ha impedido centrarme en algo definitivo, y el
miedo al fracaso. Es como si desde muy joven te pudiera la sensación
de que no vas a tener tiempo ni capacidad para hacer todo lo que
quieres hacer, que no puedes perder mucho tiempo en “esto” porque
también quieres hacer “aquello”, y encima no vas a ser
capaz, y así indefinidamente. Algo que te rebela contra el paso de
tiempo, que es tanto como tener siempre presente que te acabarás
muriendo. Si esto es lo de ser cebra y “no tener sitio en el mundo”, me
apunto: detesto la manía de morir que tenemos los humanos.
Creo
que esta escena de “Blade runner” refleja como ninguna otra la
ira contra un dios creador que te coloca un chip de obsolescencia. No
sé si la secuencia está bien traída, pero creo que el asunto planea a lo
largo del blog y no deja de ser un buen desahogo.
Hoy
hace un año que falleció la directora de cine Agnès Varda
(Bruselas 1928-2019). Ese día le dediqué una entrada de “feisbuc”
en la que alababa su eterna juventud y el estado de gracia de sus
últimos años, así que he aprovechado el parón vital en el que
estamos inmersos para ver su testamento cinematográfico y artístico (en su última época ideó exquisitas instalaciones llenas de originalidad), el
documental “Varda per Agnès”. En realidad gran parte de su obra,
incluso la de ficción, es un documental que va engarzando sus
intereses artísticos con la realidad que va conociendo y viceversa,
una obra a menudo etnográfica que nos acerca a personas sencillas,
seres anónimos, recreándolos con una ternura que les confiere
belleza y dignidad.
En
el plano estilístico hay dos características de su obra con los que
me identifico: el uso del collage, la mezcla de elementos distintos
para reelaborarlos; y el énfasis que da a los itinerarios, a las
ubicaciones, de modo que sus escenarios, sean estos campos, pueblos,
fábricas o calles, acaban siendo una parte consustancial de sus
personajes, muchas veces colectivos.
Hay
que decir que su obra es muy vital, de colores alegres, pero a menudo
también melancólica. Casi al final de su penúltimo film, “Caras
y lugares”, Varda se acerca a la casa de Jean Luc Godard, creo que
único superviviente de la Nouvelle Vague, el grupo más emblemático
para mi generación. Es una escena muy triste, sobre todo analizada
tras su muerte, y en estos momentos de incertidumbre me ha hecho
pensar en una palabra que ha dado nombre a varias personas de mi
familia, entre ellas a mi abuela materna, a la que no conocí:
consuelo. Una palabra que me gusta porque resume lo mejor de lo que
podemos dar a los demás, ahora con un significado más profundo que
nunca. Supongo que Varda buscaba el consuelo que da recuperar el
abrazo de alguien que ha sido tu colega y amigo sabiéndose herida de
muerte por el cáncer, pero Godard, al que tanto admiré en mis años
jóvenes, no le abre la puerta, es decir, le niega el consuelo que
todos, pero sobre todo gente como Agnès Varda, merecemos.
Creo
que el enclaustramiento que sufrimos es una buena oportunidad para
acercarnos a su obra (no es difícil acceder a ella por internet en
versión original y yo puedo pasar alguna por We Transfer al que me
lo pida).
Y para acompañar musicalmente, otro melancólico y habitual de este blog,
Vincent Delerm, invitándonos a vivir como ella, en una canción que he traducido con la ayuda de mi amiga Marie Thérèse Robillard.
VIE
VARDA
Si
on peut oublier tout ça
Le
stadium Défense Arena
Les
charrues le concours sous la douche
Si
on peut ce soir effacer
Le
carton trois millions d’entrées
Simplement
dire ce qui nous touche
Si
on peut vivre comme Agnès
Se
parler à deux dans la pièce
Et
ressentir une émotion
Si
on peut vivre une vie Varda
Marcher
sur le sable comme ça
Faire
une vie hors compétition
Si
on peut regarder ailleurs
Pas
le clash pas les chroniqueurs
Quelquefois chercher l’élégance
Si
on peut trouver la beauté
Un
visage par le temps froissé
Dans
la nuit un danseur qui danse
Si
on peut vivre comme Agnès
Se
parler à deux dans la pièce
Et
ressentir une émotion
Si
on peut vivre une vie Varda
Marcher
sur le sable comme ça
Faire
une vie hors compétition
Si
je peux dormir contre toi
Si
je peux t’aimer dans le froid
Si
je peux jusqu’à la fin des temps
Dans
les rues te photographier
À
Lisbonne un matin d’été
Si
je peux encore un instant
Si
je peux vivre comme Agnès
Parler
avec toi dans la pièce
Et
ressentir une émotion
Si
je peux vivre une vie Varda
Marcher
sur le sable avec toi
Faire
une vie hors compétition
Si
je peux vivre comme Agnès
Si
je peux vivre une vie Varda
VIDA
VARDA
Si
podemos olvidar todo
El estadio Défense Arena
El
festival de canciones bajo la ducha
Si
podemos borrarlo esta noche El
éxito, tres millones de entradas