domingo, 1 de noviembre de 2020

Artemi, poeta clandestino


 UNOS VERSOS DE ARTEMI, 

POETA CLANDESTINO, 

PARA EL DÍA DE LOS DIFUNTOS

Catedral de Segorbe,
lugar habitual de las publicaciones
clandestinas del poeta 

Antes del renacimiento el nombre de los autores de una obra artística era siempre desconocido. Trabajaban para un jerarca religioso, un noble, la corona, como simples artesanos y siempre bajo un canon temático muy limitado. Solo desde el siglo XIV se empieza a conocer al autor de un retablo, una pintura o escultura por su patronímico, un seudónimo, apodo o genérico de la escuela a la que pertenece. Ahora es solo algo buscado por razones ignotas, pudor, efecto sorpresa, ideología, lease Banksy, ese grafitero de aspecto e identidad desconocida.

En el ámbito de la literatura es más extraño encontrar autores anónimos, aunque haberlos haylos y no precisamente menores. Ahí están “Las mil y una noches” o la más cercana “Cantar de mío Cid”. Pero es más raro que ello se deba al propio interés del escritor que, en todo caso, se esconde tras un heterónimo, como es el caso de Pessoa, el más conocido.

A finales de los años ochenta del pasado siglo un autor anónimo que firmaba como Artemi dispersó un número desconocido de poemas que pegaba con engrudo en las puertas de mercados, estaciones, iglesias y bares de la provincia de Castelló. Más de 200, según algunas fuentes, en los dos años que duró la entrega, sin que se consiguiera saber a ciencia cierta quién era su autor.

Mi pasión por rarezas, impostores y heterónimos me ha conducido a descubrir la recopilación de los poemas de Artemi que se salvaron del derrumbe, apenas treinta, que otro escritor de la zona, Máximo Bau, ha publicado recientemente con reproducciones, un mapa y fotos de los lugares en los que fueron encontrados, así como la supuesta, no confirmada del todo, identidad del poeta: un taxista de Segorbe apellidado Artemisa, fallecido en 2003.

Como homenaje a autor tan móvil y pudoroso he elegido uno de esos poemas para mi cita anual con los difuntos.


Tras un escaparate

decorado con coronas de flores,

echado con un sudario blanco

o ropa de segunda,

a lo mejor el traje

de la penúltima boda

a la que asistió con desgana,

muestra el muerto el estrago

de los últimos días,

la nariz aguileña,

los pómulos marcados,

la tez pálida.

Alguien que se ha acercado

y lo ha visto tras el cristal

solloza amargamente

junto a un grupo de familiares y enemigos

que ahora recuerdan la parte

más asumible de su vida.

El fallecido es en ese momento un producto,

un desecho, un consumible

del que se habla con un respeto desigual.



Como vivimos malos tiempos, me ha parecido de recibo acabar con una canción que transmita alegría y felicidad, dedicada, además, a una cuarentena, la que, sufrida por Erlend Øye (https://charlievedella.blogspot.com/2017/07/kings-of-convenience-cayman-islands.html) en una playa de México (quién pudiera...), sirvió para que compusiera esta y otras 13 canciones junto a Sebastian Maschat, batería de su último grupo, The Whitest Boy Alive.