lunes, 28 de julio de 2025

El muro

EL MURO

(tercer relato deportivo del verano)


Al kilómetro treinta no le gusta nada que le llamen "el muro". ¿Por qué no al treinta y uno, o al treinta y cinco o al cuarenta si de lo que se trata es de dar un número redondo? A ese kilómetro sí hay garantía de que llegan los atletas agotados, echando el bofe. Dicen los expertos en maratón no sé qué del glucógeno y de que el cuerpo empieza a chupar la grasa acumulada, una grasa que, para qué engañarnos, no parece abundar entre los de élite. Suena el muro además a disco de Pink Floyd y al Berlín de los años setenta, cuando todavía no corría ni dios, o sí, los africanos, que solo tenían que cambiar la sabana por el asfalto y el tartán.

El kilómetro treinta sí percibe el gesto de preocupación de los corredores populares y una cierta cautela porque, una vez alcanzado, estos bajan el ritmo. Por culpa de la leyenda que lo define como un obstáculo, el kilómetro treinta es siempre el más concurrido. Los familiares y amigos del maratoniano se aglutinan alrededor y lo jalean con fervor y tópicos al uso. El corredor apenas puede sonreír, busca algo con qué hidratarse, hace un gesto con la cabeza y habitualmente acorta la zancada. Habitualmente, porque también existe el atleta temerario o el "sobrao". Sabe el kilómetro treinta que este último acabará renqueante y caerá extenuado nada más cruzar la meta. Durante los dos días siguientes apenas podrá andar, pero cuando le pregunten que qué tal, simulará no haber sufrido y declarará que espera el próximo maratón como agua de mayo. En cuanto al temerario se retirará a los pocos kilómetros abatido por un racimo de calambrazos.

Acabada la prueba, el kilómetro treinta, alias "el muro", vuelve al anonimato. Quitan toda señal definitoria, sea un cartelón chungo o un arco hinchable, y recobra una vida anodina de calle de doble dirección y OTA para residentes.