CEBRAS
He
descubierto que podría pertenecer a la tribu de los cebras hace muy poco, en
concreto en el último film de François Ozon, un cineasta que sigo
por su capacidad analítica y de creación de dilemas morales.
En “Gracias a Dios”, aconsejable incursión en el universo de los abusos sexuales en el seno de la iglesia católica, uno de las víctimas es un cebra. Tengo que subrayar que una de las mejores virtudes de la película es la gama de “abusados”, que van desde un ultracatólico, precisamente el que inicia el proceso de denuncia, a un medio anarquista ateo, pasando por el cebra, curiosamente el personaje más marginal y fracasado.
Pues
bien, la tribu de los cebras la forman las personas con coeficiente intelectual superior a 130. La verdad es que nunca me había puesto a pensar
en ello, seguramente porque tampoco he logrado mostrar esas
supuestas capacidades. De hecho mi familia se ríe sospechosamente cuando hablamos de ello. Me considero, eso sí, un mediocre excelente (qué oxímoron…) y ha sido a raíz de conocer el palabro que me ha
dado por bucear en él y también, por qué no, en ver si algunas
cosas de mi vida pudieran tener explicación en esa hipótesis.
Mientras
cursaba cuarto curso de bachillerato fui valorado por un departamento
de psicometría con un coeficiente intelectual de 145. Con
independencia de la más que discutible validez de ese tipo de test, y a la vista de mi curriculum, he pensado más de
una vez que se trató de un traspapele que me adjudicó la inteligencia de J.Q o M.C, los más brillantes de mis compas de colegio. Pero si no fue así, mi evolución posterior es un caso evidente de desescalada cognitiva, en la línea del título de un libro de Rafael Alberti: "Yo era un tonto y todo lo que he visto me han hecho dos tontos".
En cualquier caso, aquella valoración excelsa y discutible no impidió que al año siguiente batiera el récord del centro, al ser expulsado de clase por todos los profesores excepto el de gimnasia, la única disciplina en la que aspiraba a sacar matrícula (tengo entendido que una década después lo batió un tal Laporta, que llegó y quiere volver a ser presidente del Barça). Especialmente duro fue el castigo del fraile tutor: una semana desterrado y un cero en religión por comer maíces tostados durante el rosario, un “terrible” pecado del que, como es obvio, ni me arrepentí ni me arrepiento. Creo que el hecho de tener retentiva,
que no memoria, sí me sirvió para salir airoso del reto, porque
saqué un 10 en el examen trimestral y me libré de volver en
setiembre.
Ni
hasta entonces ni en el tiempo que siguió fui un estudiante
excepcional. Solo obtuve dos matrículas en todo el bachillerato y mi
puesto entre la media de 42 alumnos que embutíamos las aulas del
colegio marista era un diente de sierra que me llevaba de ser el
primero de la clase al veintitantos de una quincena a otra. No quiero
pasar por alto que yo, como una buena parte de mis compañeros, también
sufrí abusos: en segundo de bachillerato, con solo once años de
edad, un cura salvaje me apalizó por “hacer gestos”, en ese caso
encoger los hombros, otra terrible herejía. Recuerdo como una de las
mayores heroicidades de mi vida haber conseguido mantener el tipo y
las lágrimas en tan sórdida ocasión.
Se
dice de los cebras que son “hiper” casi todo, hipersensibles,
hiperestimulados, hiperestesiados, hiperidealistas, hiperjustos…,
pero también es habitual que no acaben por conseguir su sitio en el
mundo. No sé en cuál de esos “hiper” podría llegar a ubicarme, pero sí me
reconozco en dos de sus características: la dificultad de compaginar una cierta capacidad de concentración, o de abstra/distracción, con la necesidad de frenar la cabeza,
algo que siempre me ha impedido centrarme en algo definitivo, y el
miedo al fracaso. Es como si desde muy joven te pudiera la sensación
de que no vas a tener tiempo ni capacidad para hacer todo lo que
quieres hacer, que no puedes perder mucho tiempo en “esto” porque
también quieres hacer “aquello”, y encima no vas a ser
capaz, y así indefinidamente. Algo que te rebela contra el paso de
tiempo, que es tanto como tener siempre presente que te acabarás
muriendo. Si esto es lo de ser cebra y “no tener sitio en el mundo”, me
apunto: detesto la manía de morir que tenemos los humanos.
Creo
que esta escena de “Blade runner” refleja como ninguna otra la
ira contra un dios creador que te coloca un chip de obsolescencia. No
sé si la secuencia está bien traída, pero creo que el asunto planea a lo
largo del blog y no deja de ser un buen desahogo.