TESTIGOS
De
vez en cuando, principalmente los domingos, siguen recorriendo el
barrio los Testigos de Jehová, normalmente en parejas, a veces en
grupo. Se les identifica con facilidad porque visten como en las
películas de los años setenta. Ellos con trajes de factura
sencilla, con pinta de haberlos heredado de padre o hermano mayor;
ellas con falda por debajo de la rodilla y gabardinas de colores
pardos.
A
veces les sorprendes merodeando los porteros automáticos con gesto
semi clandestino, intentando aprovechar la entrada de un vecino para
colarse en el inmueble a distribuir el “Atalaya”. No siempre fue
así, porque antes era algo, solo algo más fácil acceder a los
pisos.
Pues
bien, en mi familia había una testigo de jehová. Vivía en uno de
los “Nou barris” de Barcelona, y allí íbamos de cuando en
cuando de “visita” siendo yo niño, una costumbre que se ha ido
perdiendo. En al ambiente supremacista del nacional-catolicismo, ser
testigo de jehová era ser una apestada, pero principalmente, hoy
más, una ignorante. De modo que lo normal era cumplir la “visita”
y burlarnos el resto del día de las “majaderías” que argüía.
Muchos
años después volví a toparme con ellos. Había dejado de jugar a
fútbol y el partido semanal de futbito no me llenaba, de modo que
cuando Joan C. me invitó a compartir “pachanguitas” los fines de
semana le dije que sí.
Tenía y tengo un gran aprecio por Joan C., no solo porque había sido mi primer compañero de pupitre, sino porque frecuentaba como yo el formidable chaflán del bar Oller. Por aquel entonces, primeros años ochenta del pasado siglo, sabía que trabajaba de ayudante de cámara con los mejores directores catalanes y creo que se ganaba bien la vida.
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la maravillosa terraza del bar Oller en la actualidad |
Ya
en el primer partido noté que el grupo de amiguetes de Joan era un
tanto peculiares. Además de ser de edades muy diferentes, pero
principalmente jóvenes, únicamente jugaban entre ellos, rechazaban cualquier tipo de choque físico,
no protestaban, algo difícil en el fútbol, y apenas celebraban los
goles, fueran hacia uno u otro lado. A las dos citas ya supe que se
trataba de un grupo de testigos de jehová y Joan, sin ningún tipo
de proselitismo, me confesó que había dejado el cine porque solo le
proponían películas eróticas contrarias a su moral. En el tiempo
que duró mi relación con el grupo, más o menos un año, ni Joan ni
nadie me habló o invitó a acto alguno relacionado con sus
creencias, de modo que tengo un recuerdo positivo de aquellos
chavales que hacían del fútbol un deporte de salón lleno de
actitudes respetuosas, casi afectivas.
Vi a
Joan por última vez a inicio de los años noventa. Yo ya vivía en
Bilbao y me lo encontré casualmente cerca del Arco del Triunfo en
una visita a Barcelona. No había vuelto al cine. Por entonces se
dedicaba a vender telefonía móvil como se hacía entonces, pateando
calles y dando el coñazo por las casas. Era evidente que andaba mal
económicamente pero parecía seguir firme en sus creencias.
Por
razones profesionales volví a saber de los testigos de jehová
resolviendo jubilaciones de personas afectadas por la amnistía de
1977. Mucho antes de que la objeción de conciencia se propagara, los
testigos de jehová se comían un montón de años de cárcel porque
se negaban a empuñar un arma, así que nadie podía ni puede darles lecciones
de pacifismo...
También
he leído hace unas semanas que una chica joven pero mayor de edad
rechazaba una transfusión de sangre por ser testigo de jehová, una
cuestión, la del “fanatismo religioso”, que desarrolla mi
admirado Ian McEwan en uno de los últimos libros, “La ley del
menor”, pero al revisar mi relación con esa gente que se pasa los
domingos intentando colarse en los inmuebles para ganar adeptos a
cambio de la vida eterna, he de decir que no me parece ni peor ni
mejor que la que haya podido tener con maoístas, católicos o
ultraliberales, cada uno con su fanatismo a cuestas, pero sobre todo,
con su incoherencia, algo que nunca pude reprochar a mi amigo Joan C. ni a aquella banda de extraños futbolistas en todo el tiempo que les
traté.
Como quería compartir a la maravillosa Bettye Lavette desde hace tiempo y no se me ocurría nada sobre testigos, he aquí esta versión de una canción que Robert Plant (Leed Zepelin) dedicó a un hijo que falleció a los cinco años de edad, "All my love", que ella revaloriza significativamente.