miércoles, 12 de junio de 2013

EL URINARIO

Como la altura de los urinarios públicos para hombres siga subiendo creo que acabaré teniendo que mear de puntillas o recurrir a hacerlo sentado en el retrete. Esta observación me ha recordado algo que le pasaba a mi abuela paterna los últimos años de su vida. Comentaba ella  que por las mañanas se veía en el espejo de la cómoda y así podía peinarse y arreglarse, pero por las noches tenía que recurrir a un pequeño taburete porque no alcanzaba. Según decía, iba menguando a lo largo del día. No sé si tiene mucho fundamento científico, pero un compañero de universidad que rayaba el metro sesenta aseguraba haberse librado de la mili con una caminata previa al reconocimiento médico. Su teoría, que le dio buen resultado, es que la fatiga nos acorta por la contracción de la masa muscular.

La primera vez que me tocó fregar los cacharros en la pila de un viejo caserío que alquilamos hace ya unos cuantos años, me sorprendió que tuviera que agacharme. Para mí, que no llego al metro setenta, era el indicio de que los propietarios primigenios eran bajitos. En fin, lo cierto es que la altura humana ha ido ascendiendo a lo largo de los años y que el mobiliario estándar, sea público o privado, se va adaptando a las nuevas proporciones.


Derribo de los aseos públicos de la Plaça Urquinaona de Barcelona
Además de esa adaptación a la antropometría de las nuevas generaciones, los urinarios se han modernizado, incluso en Francia. Lo digo porque aún recuerdo la primera vez que entré en uno de ellos en París. Era una sucia pared sin separación, con un simple y austero canalón a los pies. Para más coña, a la salida había una tía que te ponía a parir sino le dabas propina…

Eso sí. Nada más lejos de mis intenciones que reivindicar los nuevos búnker metálicos y herméticos que en algunas ciudades se anuncian como urinarios públicos. Debo reconocer que no he entrado nunca. Me da la sensación de que el mecanismo de cierre y apertura va a fallar dejándome encerrado de por vida, como a José Luis López Vázquez la famosa cabina telefónica en los años setenta.
La fuente - M. Duchamp

Entre los urinarios míticos que he conocido, ninguno como el de la Plaça Urquinaona de Barcelona, integrado en unos aseos públicos y derribado hace algún tiempo. En épocas de oscuridad y sordidez, era un lugar de encuentro para los homosexuales, que podían contactar y aliviarse en los múltiples cines de la zona, el Maryland, por ejemplo. Pero el más cercano y entrañable para mí es el que existía en la parte del Passeig de Sant Joan  colindante con la Travesera de Gracia cuando yo era niño. Tenía una escalera pronunciada, e igual servía para sosegar la vejiga que para jugar al escondite. Un día el guarda del paseo detuvo a un pequeño ladronzuelo y lo retuvo en el urinario. En aquel tiempo el incidente me pareció propio de una película de gangsters. Creo que el lugar también fue demolido a finales del siglo pasado.

En 1917 Marcel Duchamp, en un insolente arrebato dadaísta, expuso un urinario en Nueva York, “La fuente”. A partir de aquel momento nadie meó igual en el mundo del arte.

Para colorear el texto Los Toreros Muertos – Mi Agüita Amarilla http://open.spotify.com/track/3KALzhgyrDSWrAAJFstx7f