EL MAPA
Esta vez ha sido a la inversa, un
poema de Wistawa Szymborska, la premio Nobel de 1996, me ha llevado a hablar de
un objeto en creciente desuso: el mapa.
Aunque útil para otras prácticas menos
cotidianas (el arte de la guerra entre ellas), el mapa era antaño un producto
imprescindible para viajar. Antes pues de iniciar el trayecto hacia algún
destino más o menos cerrado había que saber si se disponía de mapa de trayecto
y zona, y si no era así, se adquiría sin la menor duda el mapa oficial, es decir,
el del MOPU, en tiempos pretéritos, Ministerio de Obras Públicas, del que, como
es obvio, dependía la configuración de las carreteras del estado. Lo contrario
era, a mediados del pasado siglo, exponerse a acabar perdido en algún vial
secundario lleno de baches y cunetas peligrosas.
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Wistawa Szymborska |
Salvo en las carreteras
nacionales, el mapa tenía que estar permanentemente a mano, y en viajes largos
acababa maltrecho y cuarteado de tanto mal doblaje. A finales del pasado siglo,
con el acelerón de las obras civiles, el mapa podía estar desfasado a mitad del
viaje, porque entretanto te habían construido una autovía gratuita o de peaje.
Yo mismo he padecido numerosas
veces esa caducidad que te enfrenta a carreteras inexistentes y a indicaciones
incomprensibles, con salidas, cruces y rotondas novedosas. En esos casos, una
vez metido en una telaraña de vías perdidas siempre acababas recurriendo al
primer individuo que descansaba en el crucero o junto al rótulo del pueblo,
casi siempre, con perdón, “el tonto del ídem”, muy dispuesto a atenderte, desde
luego, pero también a enviarte al infierno.
El mapamundi es otra historia. No
sé qué habrá sido del globo terráqueo que había en una de las estanterías de la
casa de mis padres. Era de un material duro, quizás madera, y descansaba sobre
una peana y un eje que le permitía girar para mostrar los países de entonces,
muchos divididos o simplemente desaparecidos. En una parodia inclemente del
poder, Charles Chaplin jugueteaba con un globo de plástico en “El gran
dictador”, y el protagonista de “El mapa y el territorio”, de Houellebecq, es
un artista posmoderno que reproduce mapas de carreteras de gran formato.
Los coches llevan ahora
artefactos que te dicen el desvío de la rotonda que tienes que coger, y, según
me dicen, ya no es tan habitual que el único coche de grupo que se pierde es
precisamente aquel que tiene tom tom.
Pero vayamos a lo serio, el poema
de la Szymborska, una lúcida reflexión sobre la versatilidad de nuestro mundo a
través de los mapas que lo representan:
Mapa
Plano
como la mesa
sobre
la que se extiende.
Bajo
él nada se mueve
ni
busca una salida.
Sobre
él mi humano aliento
no
crea remolinos de aire
y
deja en paz
toda
su superficie.
Sus
llanuras y valles siempre son verdes,
sus
mesetas y montes, amarillos y ocres,
y
los mares y océanos de un azul amigable
en
sus desgarradas orillas.
Aquí
todo es pequeño, cercano y accesible.
Puedo
con el filo de la uña aplastar los volcanes,
acariciar
los polos sin gruesos guantes;
puedo
con una mirada
abarcar
cualquier desierto
junto
a un río que está justo ahí al lado.
Las
selvas están marcadas con algunos arbolitos
entre
los que sería difícil perderse.
Al
este y al oeste,
sobre
y bajo el ecuador,
un
espacio sembrado de un silencio absoluto
y
en cada oscura semilla
hay
gente viviendo tan tranquila.
Fosas
comunes y ruinas inesperadas,
de
eso nada en esta imagen.
Las
fronteras de los países son apenas visibles,
como
si dudaran si ser o no ser.
Me
gustan los mapas porque mienten.
Porque
no dejan paso a la cruda verdad.
Porque
magnánimos y con humor bonachón
me
despliegan en la mesa un mundo
no
de este mundo.
Y
para continuar con la Szymborska, una versión algo salvaje de uno de sus
poemas míticos, “Nic dwa razy” (“Nada sucede dos veces”).
Zdrowie , o sea, salud.