viernes, 20 de noviembre de 2020

Arias Navarro I

ESPAÑOLES, FRANCO HA MUERTO (I)

mi peculiar relación con Arias Navarro

No recuerdo si fue por la mañana o por la noche y aunque vistas cientos de veces, las imágenes de aquel hombre enmarcado en un escenario estrecho en blanco y negro no dan pistas del momento del día en que anunció lo que los españoles esperaban desde hacía semanas: la muerte del dictador.



Las he vuelto a ver de nuevo porque imagino que fue su gran momento. Sí, es cierto, este señor tiene una vida pública detrás, alcalde, gobernador civil, ministro, presidente, pero ahí es ni más ni menos que el transmisor de un momento histórico y pasa a convertirse, por razones evidentes, en el sucesor puntual del finado, el generalísimo Franco. 
La que todos recordamos es la frase inicial: españoles, Franco ha muerto. Lo hace con una voz impostada pero aún teatral que no transmite emoción. Juguetea con lo que parece una estilográfica o un bolígrafo mientras parece improvisar sus siguientes palabras: loas al hombre que, según dice, acaba de sacrificar su vida por España. Hay un momento en que frota sus manos en un gesto que me parece extraño, por no decir inadecuado. Luego saca un sobre de la sobaquera, despliega un folio, bebe un trago de agua y lee un texto lleno de los lugares comunes del recién fallecido. Solo en ese momento se ve emocionado a Arias Navarro, hasta el punto de que acaba abandonando el pequeño plató de un modo tosco, sin despedirse con palabras propias. 
Repito que no recuerdo la hora del día a la que el entonces presidente del gobierno pronunció su presencia más buscada en Youtube, pero sí que su contenido, no me refiero al texto sino al anuncio, fue celebrado en los círculos que yo frecuentaba. Se dice que el descorche de las botellas de champagne, ahora cava, se oía por los patios interiores de las casas, pero no deja de ser una jocosa y quizás deseada leyenda urbana, porque lo cierto es que lo que hubo durante unas horas, incluso días, fue un compás de espera mayoritario de la ciudadanía para ver cómo evolucionaba todo aquello. 
A la hora de ponerme a escribir sobre este episodio crucial de nuestra historia han pasado ya 45 años, es decir, una gran, la mayor? parte de mi vida, y nunca hubiera pensado que fuera siquiera a revisarlo. El motivo podía haber sido otro, quizás ligado a la necesidad de pedir cuentas que tenemos a veces, pero no es así. En realidad se trató de un cúmulo de casualidades y referentes cruzados. 

ALPUENTE
Ahora hace cerca de tres años que murió mi madre. Se fue apagando poco a poco, dando cumplimiento a una de sus frases preferidas, la que pronunciaba cuando le reprochabas haber ocultado algún disgusto o contratiempo, algún desaire familiar: por no molestar... Su marcha definitiva, sin molestar, casi coincide con mi proyecto de ir a conocer el pueblo de sus abuelos maternos, mis bisabuelos, que recientemente había descubierto procedían de dos pueblos cercanos pero de distintas provincias, Alpuente, en la provincia de Valencia, y Caudiel en la de Castelló. 
Es curioso, porque la leyenda de una familia desarraigada y nómada era
El lavadero de Alpuente
propiedad de mi padre, con sus antepasados sevillanos, cántabros, sorianos y hasta habaneros, y aunque ambas familias se cruzaban una generación antes - mi madre era prima hermana de mi abuelo paterno – la otra parte de la parentela se había movido en el corto radio de acción que separa Daimiel, el pueblo de las brujas, de Ciudad Real, esa capital de provincia que todo el mundo confunde con Guadalajara. 

Siempre he pensado que la familia te viene dada, es una herencia genética que no hemos elegido, y hasta no hace tanto no me había importado demasiado, quizás con la excepción de ese bisabuelo paterno al que llamaban el hombre de los monos, de quien había sospechado o querido, sin éxito, que coincidiera con Machado en dos de sus destinos como profesor de instituto. Supongo que la entrada en la mayoría de edad definitiva, esa que hace que la gente te llame de usted y ceda el asiento en el metro, la edad en la que a uno le empieza a fallar la memoria, alienta la necesidad de rellenar una nueva memoria, la que ilumina nuestras raíces, los orígenes de nuestros antepasados. 
La verdad es que habíamos recorrido casi quinientos kilómetros sin otro fin específico que estar allí. No teníamos ningún contacto. No sabíamos si quedaba allí algún pariente lejano, ya muy lejano, después de tres generaciones. No teníamos otro dato que el nombre y los dos apellidos de aquel antepasado, Vicente Cortés Herrero. Ni siquiera la fecha de nacimiento, seguramente mediado el siglo XIX. 
Alpuente es un pueblo serrano. Habíamos acertado eligiendo el camino más largo, porque aun con una carretera bien señalizada y asfaltada, algunas zonas, con profundas depresiones y barrancos, acojonaban. Por el lado corto, al parecer con una carretera más estrecha y un puerto repleto de curvas, la cosa, para alguien al que se le acelera el vértigo, podía ser espeluznante. De hecho, al entrar en el primer bar y comentar por dónde habíamos venido, el tabernero nos preguntó alarmado si lo habíamos hecho por el puerto. 
- Corteses hay, pero Herrero es mucho más común – nos dijo luego. Parecía que le hacía gracia que unos forasteros se hubieran pegado un viaje de aúpa para llegar a ese pueblo remoto que ha perdido la mitad de sus habitantes en los últimos veinticinco años. 
Herrero, claro, es más habitual. El uso del apellido aparece en la edad media y hace referencia al nombre del antecesor, al lugar, a cualidades descriptivas o a oficios. En este último caso el apellido se desenvuelve durante generaciones en un mismo lugar, ya que durante siglos las profesiones eran hereditarias. Así que es normal que Alpuente siguiera dando herreros, mientras que los Cortés, un apellido que se identifica a la etnia gitana pero tiene raíz francesa, se diseminarían buscándose la vida en otras latitudes. 
Las personas dejan un enorme hueco cuando desaparecen. Un espacio mental que configuran los recuerdos, las vivencias, y otro físico, corporal. Lo noté cuando murió mi padre y dejó su cama, su lugar en el sofá, la silla en la que comía, junto a mí. En los últimos años, además, solo se movía en silla de ruedas, otro apéndice físico que desapareció con su muerte. Pero para que esa ausencia tenga visibilidad, para que sea sentida, supongo necesario conocer previamente el escenario. No era así en el caso de mi bisa/tatarabuelo, y eso era precisamente lo que me conmovía. Imaginaba ese lugar a mediados del siglo XIX, seguramente parecido, pero eso sí, con las calles aún polvorientas. Los hombres trabajando en el campo, en sus oficios: carpinteros, zapateros, panaderos. Él, quizás, el penúltimo Herrero de una saga que el siglo posterior se cargará. Las mujeres en el lavadero que aún subsiste por encima del profundo barranco. 

CAUDIEL 
Durante los primeros años de colegio los alumnos éramos divididos en dos campos: cartagineses o romanos. Una vez al mes, creo recordar, se nos situaba a ambos lados del aula y se nos invitaba a ensañarnos con el enemigo con las preguntas de historia, geografía y lengua española que hicieran más daño. A mí se me daba bien. No solo conseguía elevar el nivel de mi campo, romano o cartaginés, incluso gané en más de una ocasión como resultado de una competitividad estimulada en exámenes y torneos. 
La torre de Aníbal
Siempre tuve preferencia por Cartago. Ni siquiera me había planteado entonces que sus súbditos fueran antecesores de los magrebíes que ahora se extienden por el sur de Europa con fama de holgazanes, guarretes, fanáticos, atrasados. La épica de sus tropas atravesando Italia con los jefes militares sobre elefantes me emocionaba. Conocía el nombre de sus mejores estrategas, Aníbal, Asdrúbal, Amílcar Barca, y de sus victorias y derrotas bélicas: Messina, Cannas, Trasimeno, Zama... Además, eran los perdedores. También me decantaba entonces por la malos de las películas del oeste, por los outsiders del tour de Francia, el portero suplente, Vietnam del Norte... 
El monumento más característico de Caudiel, población cercana a Alpuente en línea recta pero alejada por una orografía que en aquellos tiempos estaría surcada, en todo caso, por pequeñas vías llenas de guijarros, quebradas por las heladas, es la torre cartaginesa que corona una pequeña loma en las afueras. La llaman torre de Aníbal y se dice que él mismo la mandó construir para controlar el asedio de Sagunto. 
Desde ese lugar algo alejado, rodeado ahora por una zona de recreo, se puede ver la silueta del pueblo tras extensos campos de almendros y cerezos. 
Pero en mi caso, el lugar más emblemático, el que yo mismo había descubierto husmeando en internet, era el de los Talleres Beser, frente al lavadero público y el lugar en el que casualmente habíamos aparcado. Agustina Beser, otro apellido de origen francés, era la chica rondada por el herrero de Alpuente. No sé en qué baile o fiesta popular coincidieron. Tampoco si se trató de un arreglo entre familias o, quién sabe, la mejor manera de tapar una deshonra. El caso es que el rudo herrero de la serranía y la chica de la huerta casaron en el último tercio del siglo XIX, cuando el imperio se desmoronaba en ultramar. 

EL TIO BLAS 
Había oído hablar mucho del tío Blas. Según mi madre el era el culpable de la ruina familiar, o más exactamente, según otros familiares, de que los Cortés Beser perdieran los terrenos que la familia poseía en la zona de Las Ventas de Madrid, entre ellos los que más adelante albergarían la plaza de toros. 
Blas Cortés Beser era uno de los hijos de Vicente y Agustina, el herrero y la hortelana, para entendernos. No sé qué avatares llenaron de fortuna a la pareja, ni las razones que les llevaron a la capital. Aún más, hasta hace unos pocos años el tío Blas era una silueta sin cara. 
Con el fin de mantener su memoria en un estado pasable y poner nombre y apellidos a la materia a menudo desconocida de los álbumes de fotos, principalmente cuando estos están cargados de instantáneas decoloradas, algunas mañanas sentaba a mi madre ya nonagenaria en la mesa del comedor, abría las páginas de uno de los portafotos y la ponía a estrujarse la cabecita con el fin de dotar de personalidad a quienes posaban en pequeñas cuadrículas, generalmente enmarcadas por un espacio punteado, como el de los viejos sellos de correos. 
Aunque la tarea empezaba a ser costosa, tanto por el deterioro cognitivo de mamá como por la antigüedad de las figuras, no dudó ni un instante en señalarle con firmeza: este es el tío Blas. Aparecía en la tercera página de uno de los álbumes, o sea, entre las fotos más antiguas de su familia materna de cuerpo entero. 
En la foto, de buena definición, con una legible dedicatoria a su hermana, el tío Blas está sentado al revés, apoyando sus manos sobre el respaldo de la silla, en una posición que, siendo irreverente, parece una precuela de Liza Minelli en una de sus actuaciones en Cabaret. Fechada en Zaragoza en 1906 presenta, como en todo este recorrido por mis antepasados, la incógnita de por qué remite una foto de estudio a sus hermanas de esta guisa, con un estilo chulesco y esmeradamente trajeado. 
el tío Blas
Sin embargo, la foto respondía a la imagen que de él me habían transmitido, contrastable con la de su hermano Enrique, más apocada, o la de mi abuela Consuelo, en muchas ocasiones enlutada, con un moño austero. La suya era la de un personaje que lleva con dignidad ser un “viva la virgen”, si es cierto que se fumó, bebió y folló la fortuna de los Cortés Beser, incluida, como es obvio, la de mi abuela. 
Al dar de nuevo con el personaje del tío Blas en el álbum, me dio por indagar en las telarañas de goggle, ya que el último hermano de mi madre, la única persona que podía saber algo de sus antepasados, fallecía poco después de nuestro viaje al pasado. ¿Era posible que un señor del primer cuarto del siglo veinte apareciera en los nubarrones de internet? Pues así es. Y no una, sino hasta cuatro veces. 
Las dos primeras, en el Boletín Oficial de la provincia de Madrid de mayo y junio de 1930, hacen referencia a la subasta de un inmueble de casi 360 metros cuadrados en el distrito del Congreso, al parecer por la deuda de un crédito hipotecario del tío Blas. La tercera es una notificación a unas decenas de personas a cuenta de una deuda recaudatoria en la misma zona. La fecha, 30 de diciembre de 1948, me hace pensar que en ese momento ya era imposible localizar al famoso tío Blas porque seguramente yacía bajo tierra. 
La cuarta es la que liga la vida de ese personaje con fama de díscolo a otro tan diametralmente opuesto como fue don Carlos Arias Navarro. 


NIEVES NAVARRO COLUNGA, LA MADRE 
En todas las referencias biográficas de Carlos Arias Navarro se resalta la devoción que tuvo por su madre, Nieves Navarro Colunga, a la que se asigna, además, un papel relevante en la formación de su carácter. Pues bien, en los laberintos de internet, el tío Blas aparece también como alguien que litiga directamente con la señora Navarro e indirectamente con sus hijos, entre ellos el hombre que comunicó la muerte del caudillo. Se trata de un recurso ante la sala de lo civil del Tribunal Supremo sobre nulidad de escritura, imagino que también por propiedades de mayor o menor tamaño. Ello ocurre mucho antes de las tres notificaciones anteriores, exactamente en 1917, cuando el que llegaría a presidente del gobierno tenía solo nueve años de edad. 
La verdad es que el contenido de la sentencia no me interesa. Después de tantos años, con la certeza de que el fallo era contrario al tío Blas, y por lo tanto de que las propiedades en litigio habían pasado a ser patrimonio de los Arias Navarro, su texto completo, no asequible en internet, no tenía especial interés para mí, de modo que sin más... 
No es así con las referencias a la relación entre madre e hijo menor, por el clima nebuloso, difuso, sin ninguna foto asequible que los envuelve, supongo que porque cuando algo parece esconderse, amagarse a la contemplación, gana en interés, a la espera de sorpresas. Por otro lado, tampoco estaba mal recrear una biografía, la del ex presidente, que las nuevas generaciones sin duda desconocen. 

EL PEQUEÑO CARLOS 
La Real Academia de la Historia despacha los primeros años de vida de Arias Navarro en un pispás. Ni siquiera da la fecha ni el lugar de nacimiento, y tras indicar que estudió el bachillerato en el Instituto San Isidro de Madrid y resaltar que obtuvo el primer puesto en las oposiciones al cuerpo técnico del Ministerio de Justicia con solo 21 años, resume su actividad en la guerra civil con otras pocas líneas; “huyó al bando nacional, se incorporó al Ejército como capitán honorífico del Cuerpo Jurídico Militar y tuvo una destacada actuación durante la represión de Málaga. En los tres años del conflicto estuvo destinado en Talavera de la Reina, Bilbao, Santander, Castellón de la Plana y Arenas de San Pedro, donde participó en juicios y condenas de republicanos. Una vez acabada la guerra, reanudó su vida profesional”. Breve y sucinto. 
Poco más en otras fuentes sobre sus primeros años. Su lugar y fecha de nacimiento, Madrid 11 de diciembre de 1908, unos primeros estudios en el colegio de las Escuelas Pías, ubicado en pleno centro de la capital y el periodo antes citado en el Instituto de San Isidro. Ninguna pues que bucee en su infancia, salvo algunas pequeñas y coincidentes referencias al abrigo materno. Hay que tener en cuenta que Carlos Arias, el menor de cinco hermanos, se queda huérfano de padre a los tres años. A esa misma edad muere la hermana que le precede, Dolores, y con anterioridad su hermano Antonio, también a edad temprana. De modo que Carlos solo conoce a sus hermanos mayores, José y Ángel. 
Todas las notas relativas a Carlos coinciden en señalar que la vida desordenada de estos y el refugio de la madre influyeron sin duda en su carácter reservado, algo agrio y, pienso, cosecha propia, que en su devoción católica, profundamente conservadora. Pero esas notas no detallan en qué consistió la conducta poco ortodoxa de sus hermanos, a los que imagino dando tumbos por las calles de Madrid, frecuentando cabarets y lupanares, quién sabe si con el mismísimo tío Blas, ni la de su padre, que al parecer tampoco fue especialmente ejemplar. 
Repito que no hay nada más estimulante para la curiosidad que la sospecha de lo deliberadamente oculto, de modo que el vacío biográfico me empujó a toparme con la salvaguarda de su legado, la Fundación Hullera Vasco-Leonesa, por el empeño de su suegro, Emilio del Valle, propietario y patrón de la misma hasta su muerte. 

Continuará... 

De acompañamiento un poema de Vicent Andrés Estellés (https://charlievedella.blogspot.com/2018/02/vaestelles.html), que musicado y cantado por Pau Alabajos me hace imaginar a mis bisabuelos Vicente y Agustina caminando por la "foguera alegre de Valencia la nit de Sant Josep": "D´un any".


https://youtu.be/riGY7cTmcDA