jueves, 11 de septiembre de 2014

“EL MIEDO”, DE GABRIEL CHEVALIER

Entre las numerosas críticas y reediciones de libros publicados  sobre la gran guerra que asoló Europa hace 100 años, elegí este porque ya su título amenazaba con poner las cosas en su sitio, quiero decir, aceptar que el gran protagonista de la confrontación que condujo a la muerte a 20 millones de pringados fue el miedo.  Lo dice de un modo crudo un tipo que pudo haber ido de héroe  superviviente, de vencedor real y moral de la contienda, pero prefirió dar testimonio de la verdad.

Gabriel Chevallier fue uno de los millones de jóvenes arrastrados a una guerra tan estúpida que fue detonada por el asesinato de un archiduque. Durante esos años escribió una especie de diario descarnado, un relato desde dentro de la barbarie con páginas que escupen fango, vómitos, piojos, mutilaciones, pero sobre todo miedo. A lo largo del libro se va descubriendo que el autor no odia a un enemigo desconocido, que no es más que un espejo de sí mismo. A los que odia es a los  políticos “patriotas” y jefes militares que le han enviado como carnaza a una muerte casi segura, salvo honrosas excepciones una banda de ineptos solo preocupados de pasar a la historia; y a sus propios compañeros, con los que a menudo establece una lucha fratricida y mezquina por sobrevivir. Al enemigo solo le teme.   

Para alentar su lectura nada mejor que transcribir alguna de sus páginas. Esta, sobre automutilaciones para poder huir del frente, me ha hecho recordar una de mis películas favoritas, la bellísima “Largo domingo de noviazgo”, de la que podéis ver un pequeño fragmento.

Los soldados no esconden que en F... hubo mutilaciones voluntarias. Muchas de las heridas eran tan sospechosas que un terrible médico militar se hacía reservar cadáveres con los que experimentaba los efectos de los proyectiles disparados a corta distancia, a fin de reconocer así esos efectos en los heridos que le traían. Este médico mandó a algunos hombres ante un consejo de guerra por pies congelados. Los mismos soldados que confiesan las mutilaciones estiman esta medida inicua, y consideran que los pies congelados, en el barro helado, eran un accidente involuntario.
La manera más sencilla de conseguir un tiro de suerte era, al principio, poner una mano en una aspillera localizada por el enemigo. Este recurso fue utilizado en diferentes sitios. Pero las heridas de bala en la mano, sobre todo la izquierda, dejaron muy pronto de ser admitidas. Otro medio consiste en armar una granada y mantener la mano detrás de un parapeto; el antebrazo es arrancado. Parece que algunos hombres recurrieron a esto. No se puede negar que hace falta un cierto valor y una terrible desesperación para cometer semejante cobardía. La desesperación, en los sectores más castigados, puede inspirar las decisiones más absurdas; me han asegurado que en Verdún unos combatientes se suicidaron por temor a sufrir una muerte atroz. Se cuenta en voz baja que también en F... veteranos de los batallones disciplinarios de África herían a sus camaradas. Pulían pequeñas esquirlas de obús para que parecieran nuevas, las metían en un casquillo del que habían retirado la bala y lo alojaban en una pierna, en un lugar convenido de antemano. Cobraban por ello y ganaban dinero con esta turbia actividad. Es cierto que a veces he oído a soldados desear la amputación de un miembro para escapar del frente. En general, los hombres rudos le temen a la muerte, pero aceptan el dolor y la mutilación. Los más sensibles, por el contrario, le temen menos a la muerte que a las formas que adopta aquí, a las angustias y sufrimientos que la preceden.

Los soldados hablan con naturalidad de estas cosas, sin aprobarlas o censurarlas, porque la guerra los ha habituado a encontrar natural lo que es monstruoso. A su modo de ver, la suprema injusticia es que se disponga de su vida sin consultarles, que se les haya traído aquí con mentiras. Esta injusticia legalizada vuelve caducas todas las morales y consideran que las convenciones promulgadas por la gente de la retaguardia, en lo relativo al honor, al valor, a la belleza de una actitud, no pueden concernirles a ellos, gente de la vanguardia. La zona de los obuses tiene sus propias leyes, de las que son sus únicos jueces. Declaran sin vergüenza: «¡Estamos aquí porque no podemos evitarlo!». Sienten que son la mano de obra de la guerra, y saben que los beneficios sólo aprovechan al patrón. Los dividendos irán a parar a los generales, a los políticos, a los industriales. Los héroes regresarán al arado y al banco de carpintero, pordioseros como antes. Este término de héroe les provoca una risa amarga. Se llaman entre sí buenos hombres, es decir, pobres tipos, ni belicosos ni agresivos, que avanzan, matan, sin saber por qué. Los buenos hombres, es decir, la lamentable, enfangada, gemebunda y sangrante hermandad de los PCDF (pobres gilipollas del frente) como ellos se designan tan irónicamente. En fin, carne de cañón. «Aspirante a fiambre”."