domingo, 2 de agosto de 2015

EL SILBIDO

En una pintoresca pirueta político-semántica, la denominada Comisión Antiviolencia ha multado hace unos días a Barça, Athletic y otras entidades por la pitada casi unánime dedicada al actual monarca español, Don Felipe VI, en la última final de copa de fútbol, alegando la realización de “actitudes intolerantes generadoras de riesgo en el propio recinto”. 

Según la comisión, la silbada colectiva atentaba a la seguridad del Estado, por lo que ha requerido el beneplácito del secretario del ídem, casi nada… Que silbar pueda considerarse violencia y su multiplicación colectiva un atentado a la seguridad del Estado no solo es la rehostia, sino que da al fenómeno una entidad que me ha inspirado unas cuantas líneas. Véase.

En mi adolescencia la forma, volumen y otras características del silbido generaban personalidad. El buen silbador, con los dedos en círculo entre los labios y un producto penetrante de decibelios altos, era un chaval de barrio que lo usaba como un elemento identitario de su pandilla. El silbido tenía un código que alternaba el aviso, la chanza o la simple  comunicación. 

Sin tantos medios musicales a mano, el silbido tenía otra utilidad: la interpretación. Yo era un niño cuando un grupo de británicos desarrapados desfilaba silbando con orgullo mientras construía un puente sobre el río Kwai en la pantalla de un cine de barrio de Barcelona y, bien o mal, además de su carácter identitario, el silbido tenía cierta categoría artística.

De aquella época es Kurt Savoy, al que en los años sesenta se conocía como “rey del silbido” y hace pocos oí ofrecérsele a Joan Manuel Serrat para un proyecto común en la Cadena Ser. Estaba Serrat recordándolo a cuentas de la parte silbada de “No hago otra cosa que pensar en ti”, cuando Savoy, que lleva décadas viviendo en Francia, telefoneó a la emisora y entró en onda. Un momento mágico, sin duda.

En fin, no sé si no es una impresión personal, pero me parece que ya no se silba mucho, así que los buenos silbadores son “rara avis”. Tengo la fortuna de contar con un compañero de trabajo, ex txistulari, que lo hace de coña, y muy de cuando en cuando descubro algún intérprete innovador, el último un artista ecléctico llamado Andrew Bird, un tipo con una obra mayormente incomestible que silba en algunas de sus canciones, del que voy a apuntar un huequillo de youtube por si alguien osa...

Pero mi gran descubrimiento en materia de silbido musical se produjo en los años ochenta del pasado siglo en un vinilo doble del gran Toots Thielemans que no he conseguido encontrar en Spotify, por lo que he tenido que echar mano de otra de sus silbadas maestras, “Bluesette”. Por cierto, confirmo en la wiki que Toots todavía vive, aunque decidió retirarse el año pasado, a los 91 de edad. Qué bonito le hubiera pitado a Felipe VI…