miércoles, 30 de marzo de 2016

ESCALERAS

ESCALERAS

Nací en una ciudad que asocia la palabra escalera a un ámbito vecinal, reducido y cercano.  La escalera es un lugar de tránsito y encuentro entre personas que comparten un mismo espacio, el edificio, y por esa razón ha servido a menudo para retratar microcosmos ficticios. Los ejemplos son tan numerosos como dispares, desde un referente teatral como “Historia de una escalera”, de Buero Vallejo, hasta la irreverente y cañí “La que se avecina”, pasando por tantas y tantas obras de diversa calidad y condición.

Las escaleras vecinales tienen un color y un olor característico que las hace material de nuestros sueños. Sus habitantes forman parte de nuestra biografía. Algunos tienen la llave de casa,  nos han oído gritar y gozar, nos han surtido de sal, huevos, un limón…conocen parte de nuestras glorias y derrotas.

Escalera de los Maristas de Iturribide
Para pasar a un terreno más físico, he conocido escaleras de variedad social y material.  Algunas lucen una decoración elegante, a veces recargada, con molduras, cuadros, plantas, asientos. Sus escalones están hechos de materiales nobles, mármol, madera, o torpes sucedáneos. Tienen un olor políticamente correcto, o sea, a casi nada, o a la fritanga característica de los barrios humildes, o a la maría secándose en las casas con jóvenes hedonistas. Las escaleras viejas, como lo fue la de mi abuela materna antes de que reformaran el edificio y pusieran ascensor, tienen los escalones ollados de tanto pisarlas y fregarlas con líquidos corrosivos.

Me alegra comprobar que hay niños que todavía juegan a subir las escaleras de dos en dos para llegar antes que el ascensor, que saltan los tramos apoyándose en pared y barandilla o usan ésta como un tobogán infinito, y que aún hay parejas que pelan la pava y se besan tierna o apasionadamente en la entrada y los rellanos.  

Hasta aquí las escaleras privadas, pero hablemos de las públicas. Ya lo hice en su momento de los ascensores de Bilbao, y aproveché los cuadros surrealistas de Lazkano para acicalar el blog, pero no de las numerosas escaleras que me llamaron la atención cuando vine a vivir a esta ciudad, hace ya 30 años. Bilbao era y es una ciudad plagada de escaleras públicas, normalmente entre su ensanche y los barrios que crecieron en la posguerra , en laderas, pendientes, lomas y colinas. Se trataba por norma general de estructuras  asépticas, de puro hormigón, sin barandillas, quebradas, agrietadas y llenas de verdín, porque nacían como daños colaterales de un urbanismo desordenado. 

Hemingway en los sanfermines de 1959 
Al verme rodeado de escaleras que comunicaban calles, edificios, barrios, vaguadas,  pensé que merecían un libro fotográfico; que algún profesional las retratara y diera un cierto orden estético. Recordé entonces que hacía años, su mujer, con la que yo trabajaba, me había presentado  a Julio Ubiña. Supongo que a la mayoría ese nombre no os dice nada. Yo supe entonces que era un fotógrafo más o menos conocido, pero no hasta el punto de ser uno de los referentes de la época. Ni mucho menos que era uno de los fotógrafos de Carmen Amaya, y el que había inmortalizado a Heminway en los sanfermines de 1959. Julio era un tipo afable, muy cercano a la gente joven, y recuerdo que en uno de las pocas conversaciones que mantuvimos me pidió que le propusiera algún tema. La idea de un álbum con retratos de barmans y camareros de Barcelona, que yo imaginaba con textos míos, nunca se llegó a realizar. Por lo menos ni él ni yo lo llevamos a cabo, pero siempre que pienso en el inmenso campo fotográfico que ofrecen las escaleras de Bilbao me acuerdo de él, que supe falleció relativamente joven en 1988.

Calzadas de Mallona
El tiempo las ha ido adecentando, dotándolas de barandillas, iluminándolas, mecanizándolas o complementándolas con rampas y ascensores, no siempre acertadamente, pero es lo que hay. Una de las más cool, la que baja desde la explanada del  Guggenheim  a la ría, ha sido apodada como la escalera de los cojos, pues ese es el efecto que produce su huella desproporcionada, quizás un capricho de Frank Gehry;  otra, una de las primeras que conocí, tiene un puntito blade runner cuando la iluminan de noche, la de los Maristas de la calle Iturribide; y la que toda la vida se ha llamado así, “escaleras de Solokoetxe”, combina rampa y escalinata, e iluminada es una bella combinación de modernidad y ambiente de barrio.

Pero en esta mi ciudad de adopción, yo me quedo no con una escalera, sino con una calzada paralela, la desaprovechada y poco conocida (a lo mejor  es lo que hace que conserve su sabor natural) de Mallona, que nos permite descender desde el cementerio de Begoña a la plaza de Unamuno por adoquines centenarios.

De acompañamiento musical una canción de casa de barrio pobre; “Cuando la pobreza entra por la puerta”, de El último de la fila.