LA ESTILOGRÁFICA
Cuando cumplí 21 años, en aquel
tiempo frontera de la mayoría de edad, mis padres me regalaron una pluma
estilográfica. No sé qué habrá sido de ella. Supongo que la perdí de vista en
alguna mudanza sin darle no ya el valor material sino el simbólico, ligado a
una mayoría de edad que me llegaba, paradojas, mientras hacía la mili en
Toledo. Al parecer hasta ese momento tenía edad para aprender a matar o a morir
por la patria, pero no para abrir una cuenta corriente o emanciparme.

Recuerdo que de niño envidiaba a
los chicos mayores, que tiraban de estilográfica en los arcos del patio del
colegio copiándose los problemas de mates los unos a otros. Yo me conformaba con
materiales hoy en desuso -plumilla, tintero, secante- y admiraba la plasticidad
de la tinta brotando del artilugio y la limpieza del acabado en la cuadrícula.
La pluma estilográfica es ya,
también, un utensilio arqueológico, y pronto lo serán los rotuladores que las
imitaron con fortuna desigual. La caligrafía es una artesanía a extinguir, como
la cerámica popular o el encaje de bolillos, y hasta la mecanografía, una
habilidad que servía para trabajar en la banca o ser funcionario, tiene los
días contados.
Pero hay nuevas habilidades. Supe
el otro día que hay estudiantes que son capaces de teclear con el móvil a la
espalda para evadir el control de sus profesores y puedo imaginar que las
generaciones que nos siguen tendrán más desarrollados los dedos pulgares, con
los que ahora se comunican compulsivamente para informar a amigos y colegas de cosas
intrascendentes. Simple y sencillamente:
es lo que hay.
Para acabar, la única canción conocida por mí que nombra el
instrumento, “Cucurrucucú paloma”, de Franco Battiato.
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