EL CHICLE
El día 1 de agosto pasado falleció José Luis, mi único hermano. La última
vez que le vi reír, solo un mes antes, fue recordando los chicles que pegábamos en la parte baja de los
viejos pupitres del colegio que compartimos en los años sesenta del pasado siglo. Este blog va por
él…
En la escena final de El último tango en París, Marlon Brando se acerca
tambaleándose al balcón del piso que ha compartido durante unas semanas con una
mujer de la que ni siquiera conoce el nombre y pega un chicle en la barandilla
poco antes de morir. No fue necesario ver esa película en Perpignan para que cuando
heredáramos de niños un pupitre a principio de curso tanteáramos sus bajos
sabiendo que lo habitual era encontrar una hilera de pegotes petrificados,
chicles de alumnos antepasados. Aún no
inventadas las gominolas, las despensas de los pupitres contenían kikos, chupa
chups, pegadolças (regalices), y sobre todo chicles, no solo porque eran más
fáciles de camuflar entre carrillos, sino principalmente porque estaban de
moda.

Aunque según la wikipedia un tal Curtis inventó la goma de mascar a
mediados del siglo XIX, los dos hitos que “cambiaron” la historia de la
civilización occidental se produjeron ya en pleno siglo XX, cuando Walter
Diemer inventó y patentó el llamado “chicle bola”, y sobre todo en 1941, momento
en que los responsables militares yanquis lo incluyeron en la dieta diaria de
sus soldados.
Así que supongo que el chicle llegó a Barcelona en el Enterprise, un
portaviones que fondeó en el puerto en el verano de 1962 con cientos de
marineros altos y atléticos que pusieron patas arriba, nunca mejor dicho, los
puticlubs y lupanares del barrio chino, y transformaron a la golosina en un
símbolo de la modernidad que añorábamos. Con la goma de un lado a otro de la mandíbula los jóvenes soñábamos
convertirnos en “steve mcqueenes” y las jóvenes, imagino, encontrar a tipos
rebeldes y un poco chulitos que parecieran formados en el actor´s estudio.
Con algo de cuidado el chicle podía durar más de un día. Una primas mías un
poco guarrillas conseguían auténticas pelotas de goma de mascar a base de irlos
sumando durante días, pero lo normal es que el masticado acabara descomponiendo
el chicle en una sustancia amarga. Éste tuvo sus resistencias. Mi madre solía
advertirnos del peligro que podía suponer su tragado, con las tripas
irremediablemente pegadas. El otro peligro me lo creé yo mismo un par de veces, explotándome el globo en el
pelo. En esos casos mi madre, tras una bronca descomunal, me lo despegaba con
mucha paciencia y una sustancia que asocio a la gasolina.
Con el paso del tiempo y la posmodernidad el chicle ha dejado paso a otras
sustancias y ha perdido consistencia y carácter. Ahora es un simple antídoto
para la halitosis o un sustituto bastardo del tabaco. Tiene una morfología de
píldora minúscula que hace imposible lucirse con un globo de tamaño medio, y yo
lo veo en decadencia, como el método Stanislavski y los marines de la VI Flota.
Hace solo unos días mi hermano José Luis pegó su último chicle en la
barandilla de un hospital de Ciudad Real. Creo que esta canción de Bobo Rondelli le gustaría.