EL PELUQUERO DEL BARRIO
Ayer me acordé del peluquero de mi barrio. Falleció hace unos dos años con
poco más de cuarenta de edad. No sé la razón de este recuerdo repentino. Quizás
es el cementerio en que se han ido convirtiendo las calles colindantes, con los
escaparates escondidos por anuncios de se alquila, se vende, se liquida o se busca trabajo, esos anuncios
fotocopiados que ofertan labores de limpieza y cuidado de niños o ancianos, y tienen
una ristra de teléfonos en su parte inferior. Lo digo porque ni yo era un buen
cliente - me corto el pelo unas dos veces al año - ni la peluquería estaba en
un lugar de paso, ni siquiera habíamos
intimado más de lo estrictamente necesario.
Apenas hablábamos de la familia, del trabajo y el tiempo, pero éramos
cómplices de nuestra calvicie prematura y, como buen profesional, él conocía
los secretos de mi cráneo, mi insuficiencia barbilampiña o ese lugar que, tras
la oreja, suele alojar un eczema irritante. Aquel hombre pequeño y regordete había
visto a los hombres del barrio desde una posición inusual y podría reconocernos
desde una altura media sin demasiado esfuerzo, pero se trataba de un hombre
discreto, alguien que observa el secreto profesional como si fuera un cirujano,
y calla las historias que unos cuentan de otros, como si estuviera limitado por
otro secreto, el de confesión.
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Fotograma de "El hombre que nunca estuvo allí" |
Así que cuando tras una breve recuperación que creí decisiva supe que el
peluquero había muerto, me entró una gran tristeza. Un hombre no debe morir a
esa edad y menos si se trata, como él, de un hombre bueno.
Recordé que mis padres, al volver de visita al barrio de Barcelona en el
que habían residido los mejores cuarenta años de sus vidas, además de a los familiares,
amigos o colegas fueron a ver a Teresina, la dueña de la pollería de la calle
Nápoles, y se acercaron a la tocinería Lleó y a la bodega de la calle Córcega. Es
posible que se dejaran la droguería de la esquina, porque ellos no eran niños cuando su dueño
daba a sus hijos una bolita de anís, pero estoy seguro de que también formaba
parte de lo mejor de su memoria, como lo es ahora para mí el local abandonado
de la calle Pintor Losada, que fue durante tantos años la peluquería del
barrio.
Quiero decir con ello que esos lugares y personajes aparentemente
secundarios son igual de necesarios para
entender lo que somos. Cohesionan nuestro pasado con el mundo que nos rodea, y
su desaparición, en pro de centros comerciales alejados, impersonales,
multitudinarios, convertiría los barrios populares en calles desoladas sin la
argamasa humana que les da consistencia.
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