El tranvía regresa a La Malvarrosa (El País 4/5/2014)
En aquella Valencia de los años cincuenta del
siglo pasado, sensual, huertana, eclesiástica, reprimida bajo la bota
franquista, los sentidos estaban a punto de reventar por todas las costuras del
cuerpo. Sobre el color ala de mosca que envolvía todas las cosas había una
línea azul que abría el horizonte. Esa línea no solo era el mar como símbolo de
la libertad, también era el destino final de todos los deseos y placeres como
una forma de rebeldía. Desde entonces las cosas han cambiado sin dejar de ser
las mismas bajo otra sustancia.
En verano el tranvía azul con jardinera llevaba a
la playa de la Malvarrosa a una gente que todo lo que esperaba de la vida era
el regalo de pasar un día en el mar. Una mañana de domingo de 1956, mientras el
tranvía rodaba junto al cauce del Turia hacia la avenida del Puerto iba dejando
atrás un sonido de tambores y trompetas de una parada militar, que se celebraba
junto al puente del Real, en la plaza de Capitanía. Sobre la alegre campana del
tranvía se imponía el eco de un vozarrón oscuro, que a través del megáfono
repetía una y otra vez las consignas patrióticas a una formación de
excombatientes y falangistas. La brisa llevaba hacia el tranvía las palabras
gangosas: victoria, caudillo, enemigos de España, comunismo. Pero poco después,
sobre esta
soflama cargada
de odio contra los rojos se imponía la línea azul del mar y en la playa se
abría solo el rojo de las sandías.

En aquellos años
el poblado
marítimo de El Cabanyal aún guardaba una de las almas más definidas de
Valencia. Tal vez funcionaba allí todavía el teatro de la Marina y se oía la
pianola de un baile que se celebraba en alguna villa mesocrática con fachada de
azulejos y mirador historiado de art déco; los veraneantes burgueses
en chaqueta de pijama, que podían ser personajes de los sainetes de Escalante,
tomaban el fresco y hacían tertulias en las puertas de casa en la calle de la
Reina. En el aire permanecía extasiado el espíritu de Blasco Ibáñez, de
Sorolla, de Benlliure, de José Navarro, de Mongrell, de Cecilio Pla, del
fotógrafo Agustí Centelles. Aún quedaban intactas muchas casas de pescadores,
la piscina del balneario de Las Arenas y su Partenón pintado de azul, las
termas Victoria, donde se establecieron después los salones de baile de
Casablanca; los establos de los bueyes de tiro de las barcas; el sanatorio de
San Juan de Dios, que recogía a los niños lisiados. Los merenderos de la
explanada de Neptuno y las casetas de baños se alternaban en la playa desde el
Grao hasta la Malvarrosa, que debía el nombre
a la fábrica de
esencias para perfumistas extraídas de las malvas rosáceas, propiedad del
francés Robillard.
Atrás quedó todo aquello. El sexo reprimido, la
libertad aplastada, los sueños rotos. Más de medio siglo ha pasado. Si los
pasajeros de aquel tranvía hubieran repetido uno de estos años el viaje a la
Malvarrosa en el nuevo
tranvía de
diseño, tal vez habrían encontrado Valencia también cortada al tráfico, pero no
les hubiera sorprendido el sonido de una arenga militar franquista con tambores
y trompetas, sino el clamor de una inmensa plegaria religiosa que se elevaba a
coro con mil decibelios a la atmósfera desde el puente de Monteolivete sobre el
cauce del Turia.
Bajo un sol tórrido allí se había montado un
tinglado que no desmerecía al de los Rolling Stones, y unos
cientos de miles
de fieles perfumados con sudor de colonia e incienso elevaban loas al Señor
junto a un apabullante engendro arquitectónico semejante al esqueleto de un
inmenso dinosaurio con las vértebras, la espina dorsal y el cráneo a la
intemperie, la Ciudad de las Artes, toda de cemento blanco, a modo de cómic
galáctico fallero, creado con brutal despilfarro por el arquitecto Calatrava, que también había
levantado un puente nuevo de diseño espacial. Sobre este sueño de espuma
manierista enloquecida ahora
el pontífice romano se
movía dentro de un tinglado climatizado artificialmente por seis potentes
cañones de aire acondicionado que le regalaban un clima semejante al de un
centro comercial donde decenas de cardenales y obispos formaban un gran
estofado litúrgico.
Tal vez las calles de Valencia también estarían
cortadas para
dar paso a los
bramidos de los motores de la fórmula 1;
tal vez en los muelles del puerto ahora se estarían celebrando los fastos de la
Copa América de Vela, que sustituían al boato de la llegada en 1954 del
portaviones Coral Sea de la VI Flota cuando
Franco se hizo
llevar una paella a bordo para conmemorar el Pacto de las Bases y los marines
desbordados por la ciudad habían reventado los precios del comercio de la carne
femenina en el barrio chino.
Todo había cambiado,
todo era lo mismo. En aquel tiempo los huertanos acudían al barrio chino en
busca de placer, ahora el barrio chino se establecía en plena huerta con una
prostituta plantada cada cien metros en medio de campos de hortalizas y
naranjos.
Los restaurantes de la playa con nombres de
mujer, La Pepica, La Marcelina, Amparito, La Rosa, entonces sombreados con
toldos y cañizos a merced del crepitar de los arroces y mariscos a la vista del
público se habían trasformado en establecimientos asépticos con puertas de PVC
y el litoral salvaje con acequias había sido domesticado con un paseo marítimo
con mil farolas de diseño hasta la entonces derruida casa de Blasco Ibáñez, hoy
levantada desde los cimientos con los leones mesopotámicos sosteniendo la mesa
de mármol y cariátides nuevas en la terraza. En el derruido balneario de Las
Arenas se erige ahora un hotel de lujo para ejecutivos.
La vida ha cambiado, pero la historia es siempre
la misma. La tragedia de la gran riada ocurrida en octubre de 1957 llenó de
cadáveres embarrados la ciudad; ahora la tragedia se había reproducido bajo
otra forma, no debida a la naturaleza sino a la miseria moral de algunos
políticos de la democracia. En Valencia el accidente del suburbano en la estación de Jesús,
ocurrido en julio de 2006, había generado decenas de víctimas mortales, que
fueron enterradas y silenciadas como si no hubiera pasado nada, mientras sobre
el tinglado del puente de Monteolivete los políticos beatos o agnósticos se
extasiaban de incienso, la marihuana de los santos y unas ratas de alcantarilla
elevaban la corrupción a una sagrada liturgia del poder.
De regreso de la playa los pasajeros de
aquel tranvía de la Malvarrosa detenido
ante este altar galáctico ya de noche, en el viejo cauce del Turia, no oirían
croar a las ranas ni verían a prostitutas nocturnas que iluminaban con una
cerilla un amor, a cinco pesetas el éxtasis. Ahora en el cauce del Turia
también se había transformado felizmente en un largo jardín lleno de campos de
deportes, parques infantiles, paseantes y ciclistas que estaban ejerciendo la
modernidad como una forma de rebeldía y la ciudad se había lavado la cara.
En el tiempo del tranvía todavía quedaba el
recuerdo oscuro de los maestros de escuela y profesores republicanos que habían
sido fusilados o represaliados después de la guerra. Pero a partir de los años
ochenta comenzaron a crearse institutos y universidades. En España se había
establecido un sistema general de becas. Hijos de campesinos, de obreros, de
taxistas, de pequeños tenderos pudieron ser ingenieros, abogados, científicos,
economistas, informáticos.
En los tiempos del
tranvía hubo un niño, hijo de jornaleros, que todos los días atravesaba la
huerta a pie o en bicicleta camino de Valencia para recibir la clase particular
gratuita que le había ofrecido uno de aquellos maestros represaliados. En algún
paso a nivel se detenía para ver cruzar el tren eléctrico que iba a la
Malvarrosa. En aquel espacio se levantó luego la Politécnica, entre cultivos de
hortalizas. Aquel niño se hizo bachiller, luego estudió ciencias y tuvo que
seguir sacando matrículas de honor en la universidad porque era la única forma
de matricularse sin pagar las tasas. Años después, cuando el joven destinado a
ser jornalero obtuvo la cátedra de Ciencias Exactas, en la lección magistral,
que dio en el aula magna, citó con honor el nombre de aquel profesor que
acababa de morir sin haber sido rehabilitado. También recordó a sus compañeros
de escuela, tan despiertos y ávidos de aprender, que no habían podido estudiar
y ahora eran jornaleros. Hoy los recortes en la enseñanza amenazan con devolver
el rostro de aquella miseria de la educación destinada solo a los
privilegiados.
También
El Cabanyal está a punto de perder el alma. Si
el Ayuntamiento de Valencia, en lugar de ser una empresa constructora al
servicio de la codicia de los tiburones, hubiera sido una empresa realmente
ciudadana estos poblados marineros habrían sido cuidados, respetados,
restaurados y asumidos desde
el principio
como un verdadero tesoro urbano; El Cabanyal declarado conjunto histórico
protegido, patrimonio de interés cultural
está a punto de ser destruido con un
plan maquiavélico tramado por el Ayuntamiento.
Primero lo dejó abandonado a su aire; luego
propició que lo ocuparan tribus marginales; compró viviendas a medida que las
hacía inhabitables; las llenó de ratas y, finalmente, ha tentado con el señuelo
de la revalorización a sus habitantes más débiles o desmoralizados mientras las
palas y las hormigoneras avanzaban hacia el mar como si las guiara una fuerza
lógica, moderna e imparable, cuando solo se trata de codicia unida al mal gusto
que es la gracia urbanística, herencia del franquismo. Un hotel
de lujo hortera
devoró el espíritu del balneario de Las Arenas; los chalés en ruinas de la
calle de Eugenia Vives pronto serán sustituidos por una fachada impersonal de
muchas alturas y así sucesivamente va a caer bajo la piqueta un barrio que pudo
haber sido un modelo de amor a la historia por parte de ediles cultos y
conscientes de que la ciudad es una empresa de los ciudadanos y no de los
especuladores.
El texto de este
libro que
escribí hace veinte años es una memoria sentimental de un aprendizaje. El
subconsciente de aquel tiempo y de aquel espacio literario está atravesado por
un tranvía azul con jardinera que iba al mar. Los años cincuenta del siglo
pasado no se han sumergido por completo en la historia ni han caído totalmente
bajo la piqueta; siguen todavía fermentando los nuevos mitos, los nuevos ritos
y nuestros sueños bajo el aluvión del cemento armado, del oleaje de plástico y
metacrilato.
Este libro tiene ya muchas páginas amarillas. La
melancolía es una fuente literaria, la quintaesencia de la imaginación.
Aquellas viejas canciones, visiones y placeres sencillos y efímeros, siempre
conquistados contra la represión, están unidos a unas calles, esquinas,
paisajes y playas que fueron en un tiempo lugares iniciáticos para
varias generaciones.
Esos espacios constituyen todavía la prolongación de sentimientos que han
conformado los estratos más íntimos de un alma colectiva.
Manuel Vicent