lunes, 5 de octubre de 2020

Apofenia

 UNA PEQUEÑA DOSIS DE APOFENIA

Oí hablar por primera vez de la “apofenia” leyendo a John Burnside (https://charlievedella.blogspot.com/2013/02/a-proposito-de-john-burnside.html), poeta de mundos y personajes periféricos, esos que habitan aún en la memoria de los vivos, tampoco hay que ir tan lejos, porque se decía que alguna vez había padecido esa dolencia.

Leo en la wiki que su “descubridor” definió la apofenia como «visión sin motivos de conexiones, de dar sentido anormalmente a lo que no lo tiene», en fin, en lenguaje colegial “buscarle tres o cinco pies al gato”.


Cuadro de Adolf Hitler, el pintor genocida
Asumo que me encanta, como juego, no como obsesión, buscar conexiones entre hechos, fechas, lugares, sucesos, y que suelo citar como antológico un viejo artículo de Javier Cercas. En él narraba la muerte del editor Víctor Seix en un viaje a Alemania en 1967, atropellado por un tranvía conducido por un tal Adolf Hitler. Seix había acudido a última hora sustituyendo a su socio, el poeta Carlos Barral, y esa curiosidad llevaba a Cercas a jugar con la posibilidad de que Hitler, el auténtico, no el conductor, hubiera conseguido plaza en la Academia de Bellas Artes de Viena, a la que optó dos veces, y librado al mundo de unas cuantas atrocidades. Al parecer Barral siempre pensó que el que tenía que haber muerto era él, ya que se trataba del viajero original.

Hace solo unas semanas me hice una pequeña herida delante de mi nieto, que
De Gaulle con su hija Anne
acababa de cumplir los cuatro años y éste, al ver la sangre, empezó a hacer pucheros. He recordado ese gesto de compasión cuando, haciendo un crucigrama viejo, he visto la foto de Charles De Gaulle acariciando a su hija Anne mientras la mantiene en brazos en una playa, allá por los años treinta del siglo XX. Sé ahora que la pequeña Anne, una rubita con síndrome de down fue, durante los pocos años que vivió, la debilidad del general y la persona que le inspiraba la dosis de ternura de la que hombre tan austero, serio y arrogante, fuera capaz de desprender. Creo especialmente bellas las últimas palabras que le dedicó: “ahora ella será como las demás”.

Otro poeta, mi también admirado José Agustín Goytisolo, "cayó" desde la ventana de su piso barcelonés dos días después del 61 aniversario de la muerte de su madre, Julia Gay, durante la guerra civil. Julia había salido de su casa de la calle Pau Alcover, en la que - otra conexión- vivió mi hermano varios años, para comprar juguetes, cuando fue sorprendida por el bombardeo franquista del cine Coliseum de Barcelona del 19 de marzo de 1938, un hecho que sin duda marcó la vida de sus hijos. La muerte en “extrañas circunstancias” de José Agustín fue motivo de controversia, entre otras cosas porque cayó mientras esperaba la llegada de su pequeño nieto, al que adoraba. Yo mismo me atreví a cuestionar el suicidio, que muchos daban por hecho,  en una carta al director, porque había leído una entrevista reciente hablando del niño y de su ilusión por la tanda de recitales que preparaba con Paco Ibáñez.


Acabo este cadena con el artículo que, firmado por Irene Vallejo y también leído hoy mismo con retraso, parece alentar, a través de una niña y el escenario lejano de la guerra civil, la senda de la apofenia. El texto transcribe la experiencia de otro escritor, Ramón J. Sender, en sus primeros años de exilio en los Estados Unidos, y me limito a reproducir algunos párrafos tal cual para que no pierdan el temblor emocional que los recorre:

En los años cuarenta del pasado siglo, después de la Guerra Civil, el escritor Ramón J. Sender se refugió en Estados Unidos. Conocía bien la mirada del odio: fusilaron a su mujer, Amparo Barayón, y él siempre pensó que había muerto en su lugar. La huella de ese recuerdo terrible impregna su literatura. “Relatos fronterizos” describe un viaje en autobús por Texas. Allí conoce a una niña enferma de oscuros ojos calcinados por la fiebre, y a su madre. En una parada, los tres entran juntos en un drugstore para comprar aspirinas. Tomándolos por una familia latina, la empleada de la farmacia reacciona como si no estuvieran. Sender escribe: “Nunca había imaginado lo que es no ser nadie. Aquella mujer se negaba a aceptar que existiéramos y lo hacía con una dolorosa naturalidad. No habíamos nacido, no desplazábamos el aire ni ocupábamos lugar. No nos veía. Se negaba a vernos. (…) Yo podía no existir, pero la niña necesitaba ayuda. Ella sí que existía”. Ramón se enfurece, grita: acaban de arrojarlos a la orilla áspera de la humanidad. Dos policías les expulsan del establecimiento, sin permitirles comprar los calmantes para Yolanda, la chiquilla de ojos negros. Recuerdas los versos de la poeta mexicana Jimena González, que hoy resuenan con otros ecos: “Alzo la voz para no negarnos, / porque tenemos nombre / y no dejaremos que lo olviden”.

Sender, como ellas, sabía que el racismo no emerge únicamente ante el color de la piel o los rasgos que dibujan un rostro. Nadie llama inmigrante a un deportista extranjero de sueldo millonario ni a un prestigioso ejecutivo de otro país. El dinero abre las fronteras, mientras los desamparados llevan vidas apátridas en su tierra natal. Es fácil detectar la discriminación en el ojo ajeno sin ver la aporofobia en el propio. En este mundo del dar para recibir, molestan quienes en apariencia poco pueden ofrecer: refugiados, migrantes, sin techo.

(Voces en la frontera - Irene Vallejo)


Como esta es ahora mismo una de las canciones en castellano preferidas de mi nieto, cierro el círculo apofénico: “Érase una vez”, música de Paco Ibáñez y letra de José Agustín Goytisolo.












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