UNA PEQUEÑA DOSIS DE APOFENIA
Oí
hablar por primera vez de la “apofenia” leyendo a John Burnside (https://charlievedella.blogspot.com/2013/02/a-proposito-de-john-burnside.html),
poeta de mundos y personajes periféricos, esos que habitan aún en
la memoria de los vivos, tampoco hay que ir tan lejos, porque se
decía que alguna vez había padecido esa dolencia.
Leo en la wiki que su “descubridor” definió la apofenia como «visión sin motivos de conexiones, de dar sentido anormalmente a lo que no lo tiene», en fin, en lenguaje colegial “buscarle tres o cinco pies al gato”.
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Cuadro de Adolf Hitler, el pintor genocida |
Asumo
que me encanta, como juego, no como obsesión, buscar conexiones
entre hechos, fechas, lugares,
sucesos, y que suelo citar como antológico un viejo artículo de
Javier Cercas. En
él narraba
la muerte del editor Víctor Seix en
un viaje
a Alemania en 1967, atropellado
por un tranvía conducido por un tal Adolf
Hitler.
Seix
había acudido a última hora sustituyendo a su socio, el poeta
Carlos Barral, y esa curiosidad llevaba a Cercas a jugar con
la posibilidad de que Hitler, el auténtico, no el conductor, hubiera
conseguido
plaza en
la Academia de Bellas Artes de Viena, a
la que optó dos veces,
y
librado al
mundo de unas
cuantas
atrocidades.
Al
parecer Barral siempre pensó que el que tenía que haber muerto era
él, ya que se
trataba del
viajero original.
Hace
solo unas semanas me hice una pequeña herida delante de mi nieto,
que
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De Gaulle con su hija Anne |
acababa de cumplir los cuatro años y
éste, al ver la sangre, empezó a hacer pucheros. He recordado ese
gesto de compasión cuando, haciendo un crucigrama viejo, he visto la foto de Charles De Gaulle acariciando a su
hija Anne mientras la mantiene en brazos en una playa, allá por los
años treinta del siglo XX. Sé ahora que la pequeña Anne, una
rubita con síndrome de down fue, durante los pocos
años que vivió, la debilidad del general y la persona que le
inspiraba la dosis de ternura
de
la que hombre tan austero, serio y arrogante, fuera capaz de
desprender. Creo especialmente bellas las últimas palabras que
le
dedicó: “ahora ella será
como las demás”.
Otro
poeta, mi también admirado José Agustín Goytisolo, "cayó" desde la
ventana de su piso barcelonés dos días
después del 61 aniversario de la muerte de su madre, Julia Gay,
durante la guerra civil. Julia había salido de su casa de la calle
Pau Alcover, en la que - otra conexión- vivió mi hermano varios
años, para comprar juguetes, cuando fue sorprendida por el bombardeo
franquista del cine Coliseum de Barcelona del 19 de marzo de 1938, un hecho que sin duda marcó la vida de
sus hijos. La muerte en “extrañas circunstancias” de José
Agustín fue motivo de controversia, entre otras cosas porque cayó
mientras esperaba la llegada de su pequeño nieto, al que adoraba. Yo
mismo me atreví a cuestionar el suicidio, que muchos daban por hecho, en una carta al director,
porque había leído una entrevista reciente hablando del niño y de
su ilusión por la tanda de recitales que preparaba con Paco Ibáñez.
Acabo
este cadena con el artículo que, firmado por Irene Vallejo y también leído hoy mismo con retraso, parece alentar, a través de una niña y el escenario lejano de la guerra civil, la senda de la
apofenia. El texto transcribe la experiencia de otro escritor, Ramón
J. Sender, en sus primeros años de exilio en los Estados Unidos, y
me limito a reproducir algunos párrafos tal cual para que no
pierdan el temblor emocional que los recorre:
“En
los años cuarenta del pasado siglo, después de la Guerra Civil, el
escritor Ramón
J. Sender se
refugió en Estados Unidos. Conocía bien la mirada del odio:
fusilaron a su mujer, Amparo Barayón, y él siempre pensó que había
muerto en su lugar. La huella de ese recuerdo terrible impregna su
literatura. “Relatos
fronterizos” describe
un viaje en autobús por Texas. Allí conoce a una niña enferma de
oscuros ojos calcinados por la fiebre, y a su madre. En una parada,
los tres entran juntos en un drugstore
para
comprar aspirinas. Tomándolos por una familia latina,
la empleada de la farmacia reacciona como si no estuvieran. Sender
escribe: “Nunca había imaginado lo que es no ser nadie. Aquella
mujer se negaba a aceptar que existiéramos y lo hacía con una
dolorosa naturalidad. No habíamos nacido, no desplazábamos el aire
ni ocupábamos lugar. No nos veía. Se negaba a vernos. (…) Yo
podía no existir, pero la niña necesitaba ayuda. Ella sí que
existía”. Ramón se enfurece, grita: acaban de arrojarlos a la
orilla áspera de la humanidad. Dos policías les expulsan del
establecimiento, sin permitirles comprar los calmantes para Yolanda,
la chiquilla de ojos negros. Recuerdas los versos de la poeta
mexicana Jimena González, que hoy resuenan con otros ecos: “Alzo
la voz para no negarnos, / porque tenemos nombre / y no dejaremos que
lo olviden”.
Sender,
como ellas, sabía que el racismo no emerge únicamente ante el color
de la piel o los rasgos que dibujan un rostro. Nadie llama inmigrante
a un deportista extranjero de sueldo millonario ni a un prestigioso
ejecutivo de otro país. El dinero abre las fronteras, mientras los
desamparados llevan vidas apátridas en su tierra natal. Es fácil
detectar la discriminación en el ojo ajeno sin ver la aporofobia en
el propio. En este mundo del dar para recibir, molestan quienes en
apariencia poco pueden ofrecer: refugiados, migrantes, sin techo.“
(Voces en la frontera - Irene Vallejo)
Como esta es ahora mismo una de las canciones en castellano preferidas de mi nieto, cierro el círculo apofénico: “Érase una vez”, música de Paco Ibáñez y letra de José Agustín Goytisolo.
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