EL ASCENSOR
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Ascensor de Begoña - J.M.Lazkano |
Esta semana han estado averiados los dos ascensores del edificio donde
trabajo. Es un antiguo bloque de viviendas de la Gran Vía de Bilbao,
reconvertido en sede administrativa, que conserva sus dos escaleras y
ascensores, el de los señores que lo habitaron y el de la servidumbre que
accedía a los pisos por la puerta de atrás.
Hasta hace muy poco el ascensor era un estimable valor añadido. “Se alquila
o vende piso con ascensor”, se decía, como se anuncia hoy día que el piso tiene
plaza de parking y trastero, o en zonas de clima bonancible “pista de pádel y
piscina”, pero en la actualidad se da por hecho que todo piso en venta dispone
del artilugio. Hasta llegar a ello, arquitectos e industriales han hecho
virguerías para embutir un metro cúbico de ascensor en imposibles huecos de
escalera, en algunos casos construyendo auténticos féretros verticales.
Cuando yo era niño el modelo de ascensor también distinguía la prestancia
del edificio y el status de sus vecinos. Recuerdo el que había en la casa de un
amigo de la infancia que vivía en la Diagonal de Barcelona. Tenía una
estructura de madera que ascendía por un amplio espacio de reja metálica decorada
con motivos modernistas. Desde la escalera que lo rodeaba, y a través de sus
puertas de cristal biselado, se podía ver a los vecinos y hasta saludarles
mientras subían. La botonadura, con el nombre de los pisos en relieve, era de
un latón que el portero mantenía con un brillo impecable, y si mal no recuerdo
el elevador disponía de un pequeño asiento abatible. Tal era la lentitud del vehículo
y tan importante como lugar de encuentro. Creo que entonces no había tanta
prisa y los vecinos aprovechaban la ascensión y la pausa en los rellanos para
conversar, cotillear e intercambiar impresiones.
La casa donde viví de niño también tenía ascensor, repito, ascensor, porque
solo se le podía llamar desde la planta baja o decidir destino en su interior. Era
un ascensor de clase media, es decir, más funcional que aparente. A veces la
puerta se quedaba abierta en nuestra planta, y mi madre, alarmada, gritaba a sus
hijos que no nos asomáramos a aquel abismo de cinco pisos. Los ascensores eran
entonces artefactos no exentos de peligro. No tenían tantos dispositivos de seguridad,
y si se iba la luz o se averiaba y se quedaba entre dos pisos había que confiar
en la amabilidad de algún vecino para que avisara a los bomberos o saltar al
rellano con cuidado de no caer al vacío. Actualmente le das al botón de alarma
y una voz te contesta por el interfono y te envía a los mecánicos en un
santiamén.
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Ascensor de Solokoetxe - J.M.Lazkano |
En aquella época hubo bastantes accidentes, sea por caída libre o por
aprisionamientos, con resultado de muerte o amputaciones. Quiero recordar que en los años cincuenta o
sesenta se mató de esa forma el hijo de un famoso futbolista del Barça, aunque,
pese a las wikipedias y similares, no lo he podido confirmar. Quizá se trató de
una leyenda urbana que los padres transmitían a sus hijos para que estos
respetaran la prohibición de viajar solos. Sí es verídica la muerte accidental de
un alto dirigente de la ONCE muchos años más tarde, un suceso que seguramente marcó
un punto de inflexión en la seguridad de sus estructuras y maquinarias, obligadas
desde entonces a rigurosas medidas de prevención e inspecciones periódicas.
Pero el hecho más luctuoso del que tuve conocimiento fue la muerte de un
compañero de colegio. Un día, al llegar a casa, un tío carnal que se había
vuelto loco le empujó al vacío sin mediar palabra.
Otro de los peligros, mucho menos trágico, es que alguien descubra una
parte de la intimidad que proporciona la soledad del trayecto. ¿O es que hay
alguien al que no le han pillado nunca atusándose el pelo o pintándose los
morros delante del espejo de un ascensor?
Pese a que lo habitual es que el paseo dure apenas unos segundos, parece que hay
prácticas y sensaciones determinadas que no podemos aplazar. Por ejemplo: no
hay respuesta científica a las ganas de mear casi irrefrenables que muchas
personas tienen al entrar en un ascensor. Sí, claro, hay fluidos peores. Hace
unos meses, en el ascensor del edificio que abre el texto, pulsé el botón de
llamada y compartí espera con dos chicas en la planta baja. Al abrir la puerta
nos dimos cuenta de que devolvíamos a una usuaria despistada a la estación de
origen. Empujada quizás por la semejanza espacial de un ascensor con un retrete
público, la tía se acababa de tirar un pedo de p…madre que desternilló de risa
a mis compañeras de viaje y nos mantuvo en coma inducido durante varios
minutos. Lo peor del caso es que la autora no se cortó un pelo. No paró de
hablar durante los quince o veinte segundos que duró la ascensión, como si el
olor nauseabundo no fuera con ella.
Hay otras veces en los que el ridículo es trivial y pasajero. Por ejemplo:
el ascensor dispone de puerta de entrada y salida y permaneces unos segundos
esperando a que se abra la de entrada cuando lo que quieres es salir. Si hay
testigos es conveniente salvar la vergüenza con alguna broma, y si estás solo
es cuestión de memorizar el procedimiento para no recaer.
También puede ocurrir que estés
despistado y salgas tres pisos antes de tu destino. En esos casos hay que hacer
de tripas corazón y subir el resto del trayecto a pata, como si nada hubiera
pasado.
Están, por fin, esos condenados ascensores que solo responden a la llamada
del botón si la puerta está cerrada. ¿Quién no ha estado esperando que se obre
el milagro y el ascensor no solo tenga memoria sino que además sea adivino?
Como expresa Vicent Andrés Estellés en apenas tres versos de “Coral
romput” (*), una obra que no es un poema, sino una vida entera, el mismo ruido del ascensor tiene características
fisiológicas, principalmente en los viejos edificios, con un tamaño más
reducido y sin aislamiento. Ese
rumor puede invitarnos a revisar nuestras vidas, desde que en nuestra infancia
y juventud anunciaba la llegada de familiares, amigos, novias, hasta que,
padres de adolescentes, casi en vela, esperábamos que el ascensor llegara a
nuestro rellano y oyéramos, por fin, la llave en la cerradura, y pudiéramos
dormir por fin tranquilos.
Llegados a esta parte entrañable, nada mejor que acabar citando algún ascensor que marque estilo, y, con
perdón para el de Santa Justa, en Lisboa, nada como los populares ascensores de
Begoña y Solokoetxe, en Bilbao, parte también de la fisiología y la memoria de
la ciudad, que un guipuzcoano, el pintor Lazkano, inmortalizó situándolos en un
entorno mágico. Amén.
(*)”L´ascensor, l´ascensor, com
un dolor d´estómac ara puja, amb un soroll de ferros, amb un soroll lentíssim,
potser fisiològic” – “El ascensor, el ascensor, como un dolor de estómago,
ahora sube, terrible, con un ruido de hierros, con un ruido lentísimo, quizás
fisiológico”.
Bon profit.