EL LLANTO
Cuando
adquirimos la vivienda en la que vivimos teníamos treinta y seis
años, y esa era más o menos la edad media de sus inquilinos. Como
el inmueble era nuevo, durante algunas semanas solo estuvieron
habitados dos pisos, un primero y el nuestro, en lo más alto del
edificio. Recuerdo que a los pocos días me quedé encerrado en el
ascensor. Pulsé el botón de emergencia, pero no me oyó nadie, ni
nadie supo interpretar el sentido de una alarma desconocida. De
repente me di cuenta de que llevaba un destornillador. Creo que
durante esos días el taladro, un metro, escarpias, el martillo,
aquel destornillador, eran extensiones naturales de mi propio cuerpo,
de modo que, no sé muy bien cómo, conseguí salir valiéndome de la
herramienta.
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La
casa fue llenándose poco a poco de gente joven que ya vivía en
general en el barrio. Nos encontrábamos en la escalera y nos
saludábamos y dábamos ánimo con la alegría que da empezar una
nueva vida. Nos invitábamos mutuamente a ver los pisos, e íbamos
sabiendo del perfil de unos y otros a través del mobiliario, el
color de las paredes, la calidad de los cuadros, el número de
libros, el olor de las cocinas… Pero había entonces una
característica casi común, algo que acabó perdiéndose con los
años: el llanto de los niños. También nosotros, o mejor, nuestra
hija mayor, aportaba entonces su granito de arena a un sonido que en
ese momento solo cabe asociar al descubrimiento de la enfermedad, el
daño físico, la adversidad, pero que cuando desaparece del todo,
como así ocurrió hace ya bastantes años, es el rasgo inequívoco
de que la casa ha envejecido al ritmo de quienes la habitan. Ya ha
sufrido varias operaciones quirúrgicas, y a menudo renquea víctima
de una artrosis progresiva. También se ha paseado la parca por la
escalera y se ha llevado por delante a algunas vecinas y vecinos
queridos, a mis padres en los últimos tres años, pero el edificio
ha enraizado profundamente y es ya tan del barrio como las cercanas
casas de La Tabacalera, la escuela de la Mina del Morro o la iglesia
de San Francisquito.
Esas
raíces, las de los vecinos que persistimos, aferrados los unos a los
otros, solidarios, creando memoria, son la fuerza que rebrota: vuelve
a oírse llorar. Oigo por las mañanas el llanto de esa niña que
lleva mal lo de levantarse para ir al colegio y el nocturno de la
nieta de la vecina que tiene pesadillas, y algunas veces, cuando mi
hija nos trae a nuestro primer nieto, él se añade al llanto coral y
colma la casa de savia nueva.
Lou Reed sacó su tercer disco, “Berlin”, en 1973, una obra conceptual que incluía “The kids”. La canción está dedicada a una joven yonqui a la que los servicios sociales quitan a sus hijos porque es incapaz de cuidarlos. Aunque Jack Bruce era el bajo oficial del LP, Toni Levin le sustituyó para protagonizar uno de los, para mí, mejores momentos del disco, cuando hacia el minuto 5´11” acompaña el llanto desolado de un niño. Sirva de contrapunto…