REIVINDICACIÓN DE CIRIACO PÁRRAGA
EL PINTOR COMUNISTA QUE RETRATÓ A FRANCO (I)
Hace casi un par de décadas. Victoria, la hija de Ciriaco Párraga, nos
invitó a pasar unos días en la casa familiar de El Coto, los suficientes para
que no recuerde uno a uno el contenido temático de los cuadros de su padre,
pero sí la luz que reinaba en casi todos. Así que de vez en cuando comentamos
el impacto que supuso vivir, comer y dormir, aunque solo fuera por unos días,
rodeados de la obra de un pintor reconocido.
La verdad es que es así. Ciriaco Párraga es un pintor reconocido. Figura en
las enciclopedias, su biografía fue en su día recogida en la Colección de temas
vizcaínos, y algunas de sus obras gozan de buena salud crítica, pero ni la que
se considera obra maestra, el retrato de Resurrección Mª de Azkue, ni ninguna
otra, entre ellas las que dedicó a Bilbao, cuelgan de los muros de su Museo de
Bellas Artes, el lugar que merecen, quizás porque se trató de un pintor
contracorriente, realista en una época en la que primaban las vanguardias.
Sea
como sea, pueda tratarse o no de un pintor alejado de las modas imperantes,
parece de justicia que el museo de la ciudad en la que decidió echar raíces
haga hueco a quien, en su momento, se calificó como uno de los mejores retratistas
del siglo XX.
Efectivamente. Aunque Ciriaco Párraga nació en Torrelavega y por razones
diversas vivió en distintas ciudades del Estado, siempre tuvo a Bilbao como
referencia y aquí desarrolló la mayor parte de su obra, nacieron sus hijos y
yacen sus restos. También fue en Bilbao donde se afilió al Partido Comunista,
deslumbrado por los logros iniciales de la revolución rusa, y tras una crisis
artística que le había hecho abandonar la pintura. En 1934 participa
directamente en la revolución de octubre y es detenido por primera vez. Es el
preludio de la actividad que desarrollará durante la guerra civil, poniendo
grafitos y pinceles al servicio de la defensa de la república, trece carteles
que poblarán las paredes y publicaciones de Bilbao hasta que la ciudad caiga en
manos de los militares franquistas.
Tras pasar por los penales de Santoña y Castellón y salir en libertad,
Párraga llega a Zaragoza por pura casualidad. Un alférez al que ha retratado en
la cárcel de Castellón le da una carta de presentación para Ángel García Jalón,
fotógrafo oficial de Franco. El fotógrafo ha visto los dibujos y óleos de
Párraga y se interesa por su obra, de modo que le cede un hueco en su estudio
para que le ayude a retocar e iluminar retratos, una actividad un tanto
peculiar que dura poco, porque el pintor encuentra pronto clientela.

En Zaragoza conocerá a la que será su compañera de por vida, Palmira Julia
Tello, una joven militante de las JSU (Juventudes Socialistas Unificadas) que había
huido de los fusilamientos de compañeras en las tapias del cementerio del Este
de Madrid, entre ellas las conocidas como 13 rosas. Tello, “La Tellito”, había aparecido en la
portada de Estampa en octubre de 1936 arengando a las juventudes del partido y se
había visto obligada a cambiar de nombre y personalidad. Cuando Párraga la
conoce ya se llamaba Amaya, nombre vasco que adopta en homenaje a su abuelo,
Lázaro Landeta, dueño de un caserío de Buia, casi un barrio de Bilbao, y a una
hija de Dolores Ibárruri, La Pasionaria.
En semejante entorno, seguramente lleno de temores, dada la violenta
represión que los franquistas están desarrollando a lo largo de toda la
península, Párraga recibe un encargo estrambótico de la Academia Militar:
retratar al que ya se había autoproclamado Caudillo de España, ex director de
la misma.
Párraga lo pone en conocimiento de su mujer y del partido, y ambos
coinciden en que debe aceptarlo. La negativa sería motivo de sospecha y de
indagaciones sobre su pasado y el de su compañera, pero no se ve pintando al
dictador durante semanas sin lanzarse a su cuello para retorcérselo. Es el
propio García Jalón, con el que ha hecho amistad pese a sus diferencias
ideológicas, quien le anima y le da la solución. No es necesario que le retrate
en vivo, mediante tediosas y odiosas sesiones de posado. Él mismo elegirá las
fotografías en las que debe basarse para pintar al “Caudillo de verde y fajín”,
como años más tarde lo describirá Francisco Umbral al referirse al cuadro en
“La leyenda del César Visionario”.
Según me ha contado su hijo
Goyo, Párraga hizo ni más ni menos que cuatro óleos distintos y dos carbones,
dos de los cuales se mantuvieron expuestos, incluso después de la aprobación de
la Constitución “democrática”, en la sala de banderas y el despacho del director
de la Academia. No sabe qué habrá sido de ellos ni parece importarle demasiado,
pues, con independencia de su contenido, no parece que estuvieran entre sus
obras de mayor mérito.
Lo que sí sabe es que fueron “devotamente” pagadas por
la Academia con un dinero que siempre remordió al pintor y a su compañera “porque
no había sido ganado de buena manera”, pero que le permitió pintar durante un
tiempo lo que le apetecía, en aquel momento paisajes alrededor del Ebro y el
Gállego, y más adelante, en 1942, volver a Bilbao, la ciudad que añoraba.
...continuará...