LA QUIOSQUERA DEL BARRIO
Hace unas semanas la quiosquera del
barrio me anunció que su hija se había hecho cargo de un puesto en la otra
punta del ídem porque no les llegaba. Dicho así me pareció una huida hacia
delante, pero la intenté animar diciéndole que estaba en una buena zona,
normalmente muy transitada.
El anuncio me ha hecho pensar en
la galaxia Gutenberg, es decir, en el tiempo en el que el conocimiento se
asociaba a la eliminación de los bosques papeleros, y yo mismo era incapaz de
dormir sin echarle un vistazo al tabloide. Ahora solo lo compro los fines de
semana, con un ritual que imagino tiene que ver con una especie de
subconsciente religioso.

Durante años, el quiosquero de la
Gran Vía me guardaba un ejemplar hasta hora avanzada y mascullaba un reproche a
su mujer, que aún no le había dado el relevo para ir a tomar el “hamaiketako”. Juntos blasfemamos cuando los diarios
empezaron a vender todo tipo de
separatas y artilugios domésticos, como un avance de que la era de los grandes
periodistas escritos daba sus últimas bocanadas. Supongo que ahora me ve como
un traidor que se ha pasado al periodismo virtual.
Pero volvamos a la quiosquera del
barrio y a la liturgia de los fines de semana. Me asombra la cantidad de papel
que aún inunda su espacio reducido, la persistencia de revistas de todo tipo,
imagino que para hooligans de aficiones disparatadas, entre los que parecen
abundar los fanáticos del porno de papel, náufragos en un océano de webs
dedicadas a todas las especialidades del sexo, pero en el fondo me gusta
aspirar el olor a la tinta a veces aún tierna de tanto papelajo y el modo con
que la quiosquera dobla el diario al revés, quiero pensar que para mantener el
anonimato ideológico del comprador, un gesto comprensible en un país en el que,
hasta hace muy poco, comprar uno u otro periódico te parecía colocar a uno u otro lado de una
barricada.
Joe Jackson se estrenó en 1978
con este reggae dedicado al periodismo amarillento y a mí me parece que suena
muy actual…
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